Hoy veremos algunas características de la sociedad argentina que en 1810 dio a Luz la Revolución de Mayo, abarcando el lado B de este acontecimiento fundamental en nuestra historia. Los contrastes entre pobres y ricos ya resultaban abismales. Mientras las mujeres de estirpe ostentaban en misa sus finos zapatos de raso -algunos con incrustaciones o bordados de oro y plata- “(…) la gente pobre andaba descalza. De aquí viene la palabra chancletas, porque los ricos daban los zapatos usados a los pobres y estos no se los podían calzar y entraban lo que podían del pie y arrastraban lo demás”, cuenta Mariquita Sánchez de Thompson; cuya juventud transcurrió en esta época.
La mayoría casi no tenía muebles. El comedor poseía una enorme mesa, generalmente de pino, muchas veces en lugar de sillas habían bancos y siempre una silla en cada extremo, lugar que se cedía a las visitas. No había muchos utensilios, ni platos o recipientes; en las casas más pobres generalmente utilizaban un solo vaso del que bebían todos.
El desayuno consistía en chocolate o café con leche, con pan o tostadas de manteca o bizcochos. La manteca no era tal como la conocemos actualmente: se trataba de un tipo llamado mantequilla, que generalmente era salada y tenía un gusto bastante rancio, por lo que se impuso la costumbre de echar azúcar sobre ella cuando se la colocaba al pan. La sal blanca no se conocía y en las casas con mayores recursos llevaban los terrones y los secaban al sol.
Algunas de las comidas de entonces pueden sonarnos conocidas: sopa de arroz, niños envueltos, zapallitos rellenos, tortillas, locro, humita, estofados y carbonada. En cuanto a los postres sólo había frutas de estación y en el invierno se consumían mucho los dulces elaborados con esas frutas.
Ser mujer no era muy recomendable en esa época, de hecho resultaba ser un muy mal negocio, pues los derechos del género femenino eran casi nulos. Los matrimonios se arreglaban según la voluntad paterna.
“Se lo decía a la mujer y a la novia tres o cuatro días antes de hacer el casamiento -cuenta Sánchez-, era muy general. Hablar del corazón a estas gentes era farsa del diablo. (…) ¡Ah, jóvenes del día! Si pudieras saber los tormentos de aquella juventud, ¡cómo sabríais apreciar la dicha que gozáis! Las pobres hijas no se habrían atrevido a hacer la menor observación, era preciso obedecer. (…) Se casaba una niña hermosa con un hombre que ni lindo ni elegante, ni fino, y además que podía ser su padre, pero era hombre de juicio, era lo preciso”. Ante esta situación, muchas preferían volverse religiosas.
Lo cierto es que en aquella sociedad solo la pasaban bien los hombres adultos, blancos y de cierta fortuna. La vida de los niños tampoco era buena, según Mariquita: “Desde que empezaban a crecer, empezaba la seriedad de sus padres y a ocultar su cariño. Creían hacer su deber en ser extremadamente severos y, cuando los mandaban a la escuela, daban orden de tratarlos con rigor, más que con dulzura”. Incluso, en cierta escuela les “daban azotes todo el día. El refrán era: ‘La letra entra con sangre’. Se le daba la lección: ¿no la sabía? Seis azotes y estudiarla; no la sabía: doce azotes, él la ha de saber”.
Aunque también había espacio para la diversión. Muchas familias daban tertulias, a las que se podía acceder consultando previamente con la dueña de casa. En las mismas se bailaba generalmente hasta las doce de la noche y se servía mate. En caso de que el baile llegara hasta el amanecer se servía también chocolate. Esta costumbre hizo que proliferaran los maestros de baile.