Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com
Muchos analistas políticos sugieren que el gobierno de Mauricio Macri, si de verdad quiere superar al de Cristina Fernández, aparte de mejorar sus logros económicos o revertir sus fracasos, deberá poseer un relato propio, porque -en última instancia- la victoria política solo se consolida si también se gana la batalla cultural.
En mi opinión las dos ideas son erróneas: no es imprescindible ni poseer un relato ni ganar la batalla cultural. E incluso puede ser mejor que ni siquiera existan. Porque en ambas se esconde un contenido sectario.
La batalla cultural se gana meramente obviándola, no librándola en los términos que pretendían los ideólogos K. O dicho de otro modo, la mejor forma de ganar esa batalla es abrir las puertas del Estado (sobre todo de sus medios de comunicación e institutos culturales) y dejar ingresar mil ideas, bajo un contexto plural.
Que todas las ideas valgan por igual. Y que ninguna pueda imponerse sobre la otra, al menos permanentemente. Simplemente hoy es el turno de unas y mañana lo será el de otras. O a veces puede ser el turno de más de una a la vez.
El relato que se quiere hacer triunfar a través de la batalla cultural está subordinado a la idea de “hegemonismo”, que implica imponer la dirección ideológica hacia donde la sociedad debe marchar. Una dirección única que no puede sino profundizarse cada vez más, porque si no se considera un retroceso tal que puede producir la desestabilización del sistema político.
En ese rígido esquema vale mucho más la ideología que la voluntad popular. Si ambas coinciden, perfecto, es que el pueblo no se equivocó.
Pero si no coinciden (como según los kirchneristas ocurrió cuando se votó a Menem o ahora a Macri) es que el pueblo votó por las ideas contrarias a sus intereses, influenciado por los medios de comunicación que les han lavado la cabeza.
Por eso, hay -en la cabeza de los que así piensan- más cercanías entre Macri y la dictadura militar, que entre Macri y los Kirchner, porque pese a ser estos dos elegidos por la voluntad popular, los K la representan y Macri no.
¿Y quiénes determinan eso? Pues el relato, la cultura que se quiere imponer en la batalla. No el pueblo sino la ideología.
Por eso es que crece entre los defensores más ardientes del gobierno anterior la tentación de “ayudar” a que el gobierno actual se vaya antes de tiempo. El pueblo está subordinado a la ideología. Y si la ideología es mala el gobierno es malo y no tiene por qué existir.
El “pluralismo” es una versión sustancialmente diferente a la de hegemonismo. Porque parte de una concepción filosófica exactamente opuesta: la de que en una democracia no existe ningún método para validar si una idea es superior a la otra.
Por eso en vez de ser un relato, la democracia es una gran plaza, una gran ágora, donde todas las ideas debaten entre sí y se decide la proporción de su aplicación de acuerdo al voto popular.
En un planteo como éste, la democracia se fortalece si las ideas se alternan lo más posible en el poder, mientras que la consolidación de una sola línea ideológica lo que hace es degenerarla, sustituirla por las personas que las expresan y al final terminar haciendo lo contrario de lo que se propuso en sus orígenes.
En cambio, si periódicamente se votan ideas distintas, unas controlan a las otras. Los que ganan vienen renovados y los que pierden comienzan su renovación.
La hegemonista es una democracia “sustancialista”, que depende más de las ideologías que de la voluntad popular, por eso necesita imperiosamente un relato, y una batalla cultural para imponerlo -si es posible definitivamente- sobre todos los otros.
Mientras que la pluralista es una democracia “formalista” que depende más de la decisión soberana que de cualquier relato, y por lo tanto no requiere de una batalla cultural porque no busca imponerse a largo plazo.
A lo sumo lo que pretende es ser votada mientras sea popularmente reconocida por sus logros concretos.
Y si se quiere de algún modo poner un control “sustancial” a los posibles “errores” del sufragio (cuando se vota a Hitler, por ejemplo) para eso están los límites constitucionales, que expresan la decisión popular de las generaciones anteriores que escribieron en una carta magna que todo está permitido dentro de la idea de República y nada fuera de ella.
Y su expresión presente está en el Poder Judicial, que debe ser el garante de que se cumplan esos pactos históricos. Por eso la enorme mayoría de los miembros de la Justicia no son elegidos por el voto popular, como sí lo son los del Poder Ejecutivo y Legislativo.
Porque no expresan al voto presente, sino a las decisiones de las generaciones anteriores. O sea, la democracia debe ser republicana para evitar tanto los excesos del ideologismo que prioriza el relato como del populismo que prioriza al caudillo sobre las instituciones.
Es que los que sostienen la teoría del relato impuesto a través de la batalla cultural defienden a la idea democrática pero menoscaban a la republicana, entre otras cosas porque creen que ésta le pone límites tanto a la voluntad popular como al relato. Y en el fondo no se equivocan, como muy bien se vio cuando el kirchnerismo propuso reformar sustancialmente a la Justicia hace un par de años.
Ellos propendían a criticar al Poder Judicial por escasamente democrático al no ser los magistrados elegidos directamente por el pueblo. Y por eso proponían marchar en otro rumbo: querían que los miembros del Consejo de la Magistratura fueran votados en las listas de los partidos.
O sea, querían politizar partidariamente a los que eligen y destituyen jueces, en pos de una concepción donde la “justicia popular” debe expresar a las mayorías circunstanciales como lo hacen los otros dos poderes. A eso ellos lo llaman ampliación de la democracia.
Mientras que en la concepción republicana la democracia se amplía y la participación popular crece, no cuando se sacan los límites, sino cuando se los refuerza: por ejemplo, es más democrático que no haya reelecciones a que las haya, es más democrático que entre el líder y las masas haya mediaciones institucionales a que se contacten directamente, porque eso sólo produce caudillismos.
Vale decir, en una democracia republicana los límites al exceso del poder amplían la participación popular, mientras que en una democracia neopopulista lo que se busca es acabar con los límites para que se imponga un relato único, representado por un caudillo vitalicio.
En estos momentos de transición, y más allá de las cuestiones coyunturales, este debate de fondo no puede dejar de ser planteado.