¿A quién le interesa la educación?

¿A quién le interesa la educación?

Podríamos discutir las fechas en que empezó. Después de la Segunda Guerra Mundial, que acabó con las formas tradicionales de sociabilidad. O en la década de 1960, que puso al principio de autoridad en una crisis hasta ahora irreversible. O en los ’90, con el desarrollo de la sociedad de la comunicación. O a comienzos del actual siglo, con la espectacular expansión de la Web. Estaríamos de acuerdo en que se trata de hitos sucesivos de un proceso de destrucción/construcción brutal, acelerado: efectos del desarrollo del capitalismo y el avance de la era tecnológica.

Esta transformación, este acortamiento de los tiempos históricos ha terminado por sacar de quicio a las instituciones y las formas sociales que proveían identidad, creencias, conocimiento y formas de comportamiento a los individuos. Parece que ningún orden o estructura social está a la altura del desafío: ni el Estado ni la Familia ni la Iglesia ni el Derecho.

Este desquicio provoca que los conflictos que no pueden resolverse en alguna de estas instituciones terminen generando una sobrecarga en las otras. Si no hay formación moral, se sobrecarga el sistema jurídico porque aumenta el delito. Si la familia no puede hacerse cargo del cuidado de los viejos o de la educación de los hijos termina exigiéndoselo al Estado. Los pequeños cambios en la conducta de las personas o las familias terminan generando grandes crisis, crisis globales: huracanes que mueven a las mariposas que producen huracanes.

Uno de los sistemas sociales que más ha sufrido el embate de los profundos cambios en la sociedad y la cultura es el de la educación. No sabemos en qué terminarán o cuándo pararán las transformaciones en curso: lo que podemos anticipar es que quizá nuestra forma de entender y practicar la educación haya quedado definitivamente superada. Cosas que pensábamos que habían llegado para quedarse parecen estar amenazadas: ¿puede la democracia adaptarse a un mundo en plena metamorfosis? Haciéndose eco de Henry Steele Commager, el gran historiador norteamericano, Moisés Naím explica que la capacidad de inventiva política quedó estancada en el s XVIII.

La crisis de la educación es parte de la crisis general de nuestro tiempo y consecuencia de la crisis de la forma de sociabilidad básica que es la familia. En nuestro país la educación formó parte esencial de la construcción nacional desde finales del s XIX. Los ojos del mundo se posaron en la Argentina no tanto en razón de los recursos naturales de los que disponía sino sobre todo en razón de la calidad de un recurso humano que estaba al nivel de los países más pujantes. El sistema educativo argentino fue un modelo para toda la región, al punto que también adelantó los cambios y las crisis que sobrevendrían con los procesos sociales desde principios del s XX.

Pero esa enorme ventaja comparativa de la Argentina de la primera mitad del s XX fue perdiéndose con el correr de los años. Tanto la crisis general en la que se sumió el país, un sistema educativo demasiado grande y burocrático como para adaptarse a los desafíos de la época y el ligero afán de experimentación de los expertos en pedagogía, que aplicaron modelos de moda como quien se prueba vestidos frente al espejo, terminaron por precipitar su decadencia.

En las últimas décadas, los sectores sociales que asignan a la educación su verdadera importancia idearon una estrategia defensiva. La declinación de la enseñanza pública no se tradujo en una mayor implicación de los padres en la educación de sus hijos o en una renovada exigencia al sistema. En cambio prefirieron la educación privada, con la esperanza de que tratándose de un sistema pago la calidad sería mejor, más personalizada y con mejores resultados.

Estos sectores inicialmente pertenecían a clases altas y medias. En épocas más recientes también las clases bajas que ven en la educación una forma de integración y movilidad social han seguido similar estrategia. No está claro que haya sido una decisión acertada: la enseñanza privada presenta problemas similares a la pública.

El resultado fue que la clase media y los sectores sociales más interesados en la educación dejaron de demandar a los poderes públicos en esta materia. Esto dio lugar a tres fenómenos concomitantes.

Primero se potenció la caída de la calidad del sistema público, perjudicando a los sectores subalternos que, si bien no poseían particulares expectativas en este sentido, se veían beneficiados por la exigencia de aquellos que sí las tenían.

Por otra parte el prestigio social y profesional de los docentes se derrumbó junto con la calidad del sistema, provocando la salida de los sectores medios de la docencia, lo que tuvo por efecto la proletarización de la profesión, con el efecto adicional de un proceso de sindicalización cuyas demandas se centraron casi con exclusividad en la cuestión salarial.

Finalmente, como fruto de esta caída de la demanda, el Estado fue postergando la educación como línea de acción prioritaria. Si no le interesa a los ciudadanos, con menor razón le interesa al Gobierno. Esto se ve no tanto en los volúmenes presupuestarios que se asignan a la educación como en el destino que se les da. La inversión es altamente ineficiente porque se asume que las principales necesidades se encuentran en la infraestructura. El centro de un sistema educativo eficiente está en la formación de los docentes, en el desarrollo del recurso humano. Algo que presenta problemas extremadamente complejos, como la base educativa con la que llegan o el caos de teorías pedagógicas que han convertido la formación docente en un injerto inviable.

El reciente fenómeno del “voluntariado docente”, recurso con que el gobierno bonaerense pretende presionar al gremio en el marco de la discusión salarial -algo que recuerda la vieja expresión de Marx de los desocupados como el “ejército industrial de reserva”, en este caso ad honorem- no va a resolver ninguno de los problemas en torno de la situación actual, pero ha tenido la virtud de mostrar el estado general del sistema y las percepciones que existen sobre él.

Es notable la airada reacción corporativa de los maestros ante algo que perciben como una amenaza. Pero lo más preocupante es que el sistema está tan desprestigiado que cualquiera se cree capaz de ponerse frente a un aula. Finalmente, no sabemos bien de dónde vienen los voluntarios, pero puede especularse con la disposición de muchos padres y madres de familia a ayudar a la escolarización no solamente de sus hijos sino de la de otros chicos. Puede decirse que el círculo se cierra: la pérdida de la función formativa de la familia sobrecarga el sistema educativo, que a su vez recibe la asistencia de padres de familia para seguir funcionando.

Los docentes son parte central del sistema y a la vez víctimas del desinterés recíproco del gobierno y la ciudadanía respecto de la educación (“la educación nos une”, dijo el presidente en su discurso frente al Congreso: habría que ver de qué forma lo hace...). Centrar el problema educativo en el reclamo salarial de los docentes es confundir el síntoma con la enfermedad. Un proverbio de origen africano dice que para educar un niño hace falta una aldea. No habrá solución posible si seguimos pensando que la responsabilidad por la educación es exclusiva del cacique y de los ancianos de la tribu. O del Estado.

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