Dos mil metros de zanjas - Por Martina Funes

Un viaje en el tren trasandino se conecta con una conmovedora historia de solidaridad en la sequía mendocina.

Postal del tren trasandino.
Postal del tren trasandino.

El rítmico martillazo de las ruedas sobre los rieles del tren había acunado a sus cuatro nietas mujeres que dormían desde que comenzó la travesía hacia el Gran Hotel de Concón, en la Quinta Región de Chile. Se acababa de enterar que su hija del medio estaba embarazada. Para él, que llegó de niño a Buenos Aires con su numerosa familia de Irlanda, no podía haber una mejor noticia. La Tribu que había comenzado con su mujer -otra inmigrante de Milán-, se expandía y se consolidaba en Mendoza de la mano de su hija preferida. Estaba seguro de que una nueva vida siempre era una señal inequívoca de que las cosas siempre podían estar mejor.

El Ferrocarril Trasandino, que los llevaba de vacaciones, se destacaba por la altura conquistada y el espectáculo visual que ofrecía. En su recorrido hacia Chile pasaba al pie del Aconcagua, el macizo más alto del continente americano, con 6.962 sobre el nivel del mar. La limpieza del cielo despejado recortaba el perfil de la Cordillera de Los Andes y ese turquesa perfecto contrastaba con la tierra de notas rojas, amarillas y marrones que caracteriza a las montañas mendocinas.

Desde la ventanilla observaba que los picos de los macizos cordilleranos estaban desnudos, no los cubrían las clásicas nieves eternas. Aunque las dificultades quedaron atrás había sido un comienzo del verano complicado. Las lluvias, que habitualmente caracterizan la estación del calor en Mendoza, se habían hecho esperar demasiado y el deshielo de la nieve en la montaña no había estado a la altura de las expectativas. A la sequía, más o menos frecuente de la provincia de las grandes amplitudes térmicas y el sol casi permanente, se sumaba un resultado electoral que no lo terminaba de convencer. El candidato con el que se sentía más cómodo, Adolfo Vicchi, había quedado tercero.

El bramido de acero en una frenada, en la localidad de Las Cuevas, lo sacudió de sus cavilaciones y casi despierta a su tercera nieta -una de sus debilidades- que varios años en el futuro sería mi madre. La cubrió con una mantita y le acarició la frente, suficiente para mantener el sueño plácido.

Apenas unas semanas antes, cerca de los últimos días de diciembre, las viñas en las que cultivaba uva de mesa para exportación y los frutales sufrían un estrés hídrico excesivo. Su finca, ubicada en la localidad de El Paraíso, en Maipú estaba en una mejor situación que el resto porque tenía un pozo surgente con el cual suplía la escasez de agua en tiempos secos.

Un llamado telefónico trizó la serenidad de esa mañana de diciembre en su despacho de Águila Saint. Del otro lado de la línea telefónica el contratista a cargo de su campo lo reclamaba en Maipú. Se despidió a las apuradas y partió en su Cadillac hacia la finca. La ruta ya esparcía una cortina de fuego que deformaba el pavimento y el sol todavía no llegaba al punto más alto sobre el cielo. Antes de divisar los árboles lo invadía el perfume de ciruelas y duraznos a punto para la cosecha. Bajó del auto y recorrió visualmente las vides y los manzanos que se entrelazaban en los surcos.

Dos de los agricultores vecinos lo esperaban con su hombre de confianza en las tareas de la tierra. Sus expresiones le adelantaron la situación. Estaban afligidos, ya no podían esperar más por el agua y no tenían pozo propio o derecho de perforación. Caminaron juntos mientras conversaban y notó que el suelo de las fincas aledañas era una masa indiferenciada compacta e incendiada, con grietas en su superficie. Algunos de los vegetales exhibían un verde amarilloso con reminiscencias otoñales; pero había cuadros completos de cultivos que agonizaban.

Fue en ese momento en el que desplegó la marca sobresaliente de su personalidad; una generosidad ilimitada que nunca fallaba en los aprietos. Pidió unos minutos para avisar en su casa que no lo esperaran a almorzar y en menos de media hora organizó una cuadrilla de cien personas con una misión: excavar canales para compartir el producto de la surgente de su finca con los vecinos. Pidió unas alpargatas de yute para reemplazar sus mocasines, se arremangó la camisa de lino, y tomó una azada.

La luz de la tarde estaba pareja, rojiza, cuando levantaron las compuertas improvisadas y comenzó a circular el agua por acequias y surcos de los campos marchitos. Cavaron cerca de dos mil metros de zanjas para llevar agua a los cultivos. Ese día de mediados de diciembre mi bisabuelo compartió con sus vecinos lo más valioso que tiene Mendoza.

Transcurrían los primeros días de enero cuando desde la terraza del Gran Hotel de Concón mi bisabuelo vislumbró el reflejo de la luna sobre el mar, en la Playa de la Boca. La brisa marina se mezclaba con el olor de los eucaliptos que custodiaban el edificio, y pensó que la vida había sido muy generosa con él. La mesa tendida, el pan caliente con mantequilla, y varias docenas de machas a la parmesana adornaban los platos y preanunciaban el banquete que vendría, mientras la orquesta interpretaba “It´s magic”, una canción que Doris Day inmortalizó ese año.

Esperanzado por su familia que crecía, brindó con una copa de Pont L’ Eveque, de la bodega Escorihuela Gascón, que su yerno había llevado desde Mendoza. Estaba tan feliz que decidió que era un buen momento para bailar e invitó a su mujer. Mientras se dejaban llevar por la música decidieron que ayudarían a su hija a construir una casa que contuviese a la gran Tribu con la que soñaban, un hogar que los cobijara a todos.

*Martina Funes retomará sus columnas en marzo de 2024.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA