Yo Sería La Primera (Cuento de Navidad)

La Susy de enfrente me lo contó cuando esa tarde tocara el timbre de casa para invitarme a la suya a tomar la leche. “Ahora, en Navidad, mi mamá armará el Pesebre en la estufa. Jesús entrará por la mampara y ¡me dejará juguetes!”, dijo entusiasmada.

Ya hacía varios días que me habían contado que la tía Olga y el tío Gringo tendrían un bebé y que la cigüeña lo pondría en la chimenea del comedor. Desde entonces, mi ilusión mayor era… “ser la primera”. Todas las mañanas me levantaba muy temprano, antes de que mi papá y mi tío marcharan a sus trabajos. En el hogar esquinero en ochava del comedor, corría el chispero y miraba en su interior amplio que sólo tenía hollín y tierra acumulada. Muchas veces observaba hacia arriba y el conducto muy oscuro no me contestaba las preguntas insistentes sobre cuándo llegaría ese bebé. Yo deseaba imperiosamente que la cigüeña me lo dejara a mí primero; mientras mi tía dormía, yo le llevaría el niño a sus brazos. ¡Cuánta ilusión ocupaban mis seis años!

Ya una vez que la Susy me había contado que Jesús podría ingresar también por la columna hueca de la chimenea -aprovechando en los veranos que estaba fría y sin uso- estaba segura de que no debía pedir a Jesús juguetes. A nosotros nunca nos traían regalos en la Nochebuena. Sí recibíamos muchas cosas lindas en la Noche de Reyes.

Pero, esta vez, yo sólo quería a mi primito bebé. Más que nada… ¡Ser la primera en verlo y recibirlo! Deseaba fuertemente dar la sorpresa a los “grandes”.

Cuando me invitaban a las casas vecinas a tomar la leche o a jugar en los patios, me maravillaba con algunos adornos navideños como los pinitos con patitas, apoyados sobre los aparadores. Brillaban sus luces coloridas e intermitentes, sobre vidrios protectores de las superficies de madera. Eso era, para mí, una magia imposible de alcanzar.

Cuando le comentaba a mi mamá, ella aducía que la gente muy “mediocre” ponía arbolitos con patas y luces en sus muebles y que en casa no se verían bien al lado de las esculturas que ella usaba como decoración en el comedor, de su propia autoría.

Igualmente, la ilusión navideña era insuperable. Mi hermano ya comenzaba a traer de los kioscos los cohetes ruidosos que hacía explotar en el patio o en la vereda. En ocasiones los desarmaba e incendiaba la pólvora quedando un tornasolado sobre el cemento del piso.

Denominaba a esas imágenes “fotos”, debido al dibujo que provocaba el fogonazo.

El clima navideño era alegre pues siempre se hablaba de estrenar un vestido o zapatos blancos nuevos. Era bien sabido que esos días tendríamos comida rica en la mesa y bebidas gaseosas -situación presente solo en las fiestas- y además estallaban villancicos en la radio todo el día.

Esas Noches Buenas eran de cenar con las puertas abiertas a la calle y siempre algún vecino se asomaba para brindar y saludar.

Sin embargo, sabiendo que se acercaba el tiempo de esas emociones, ahora mi ánimo estaba más exaltado con la alegría de la llegada de un bebé que por fin yo podría alzar, jugar como si fuera un muñeco…  pero éste sí que sería de verdad.

Ya faltaba poco para esa noche sagrada. Mi madre limpiaba la casa con ahínco y mi padre había salido con ella regresando en un taxi con paquetes. Me probaban a mí y a mi hermano zapatos cuyos aromas inolvidables a cuero nuevo llenaban nuestra alegría.

Pero una pregunta resonó en la casa… era imposible de evitar: “¿Dónde están los tíos?”.

La respuesta fue contundente: se habían marchado a San Juan.

Nunca nos planteamos que no los habíamos visto partir ni saludado. Simplemente no estarían. En su sitio nos acompañaría el tío Tuti.

Claro que no era lo mismo…  ellos eran más alegres y tendrían un niño.

La chimenea no se llenó nunca, mientras yo sentía al Pesebre muy vacío.

Supe tiempo después, cuando llegara el carnaval, que había nacido Haydée… allá, lejos de casa… en San Juan. Me vistieron y prepararon una valija. Pronto el ómnibus, se cimbreaba en la ruta rumbo a los tíos. Volvió la ilusión a palpitar mi pecho, mientras el paisaje aburrido mostraba a través de las ventanillas los jarillares, los árboles escasos erigiéndose desde las tierras yermas. Los páramos grises del campo árido del norte gritaban su ardiente verano de febrero.

Yo sentía en mi interior un renovado entusiasmo. Es que otra vez palpitaba en mi pecho una esperanza . La del Niño Nacido.

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