De una cueva prehistórica, un clan, una horda de sedentarios llenos de clichés y ceremonias, asoman en los diarios y noticias haciéndonos acordar de qué se trataba el poder, la autoridad. El infierno más macabro, más vil, más repugnante escondieron bajo sus sábanas blancas estos extranjeros de la vida.
La política histórica de la Iglesia ha sido disimular los abusos, inmacular el símbolo social sobre el cual el hombre religioso, el simple creyente sincero que busca una protección del mundo, como diría Luis Triviño, confía su guarida para sí mismo y para sus hijos. Se establece así una relación jerárquica, una tensión vertical en ejercicio de poder, un disciplinamiento histórico, filosófico, y un apoderamiento del otro.
Esto no es un pecado, es un delito. Y no se murmura en secreto, se dice, se escribe y se publica; esto es un horror y acá no hay confesión que valga, porque esto no se perdona.
El silencio cómplice desviste el santo que no nos quieren mostrar. ¿Qué tienen allá abajo, en los templos monárquicos, que todo siempre tienen que enmascararlo? Ya no les queda imagen para limpiar. Transformen sus mentes, los que queden. Avancen hacia el futuro.
No puedo otra cosa que escribir como un papá, un papá con tilde. Necesitamos el tiempo, la fuerza, la imaginación y a nuestros hijos aprendiendo.
Van a tener que dejar de hacer valijas de acá para allá, porque van a ir en cana, y vestidos como Dios manda.