Vecinos pobres y vecinos ricos

Conozco a un guerrero de la existencia a quien un accidente dejó en una silla de ruedas hace dos años. Difumino sus datos porque no quiere ser reconocido, pero diré que vive solo y que en el portal de su casa hay un tramo insalvable de nueve escalones. Desde que perdió la movilidad, este hombre viene pidiendo algo a lo que tiene derecho: que la comunidad de vecinos convierta ese portal en practicable.

Siempre le han contestado que la comunidad estaba en números rojos e incluso le han acusado de ser egoísta e irrazonable. Ahora me acabo de enterar de que por fin van a empezar las obras de acondicionamiento, tras haberle tenido casi dos años encerrado.

Y ha sido afortunado, porque es un hombre culto y capaz de luchar por sus derechos. Hay en este país muchos ancianos desamparados a los que comunidades de vecinos despiadadas mantienen prisioneros porque se niegan a poner un ascensor o a colocar una silla. Son viejos condenados a cadena perpetua. El caso más atroz me lo contaron hará unos quince años y ya escribí sobre ello: en un edificio antiguo se instaló un ascensor que había sido pagado por la mitad de los vecinos. Quienes costearon el proyecto decidieron poner una llave para que la cabina sólo pudiera ser utilizada por ellos; y entre quienes se quedaron sin acceso estaba un anciano de economía modestísima, que vivía en el cuarto, carecía de familia y tenía que caminar con andador. Me lo imagino al pobre atrapado para siempre en su casa y escuchando el zumbido del montacargas. Si eso no es el infierno, se parece mucho.

Por pura coincidencia, una amiga de Facebook, Rosa Saugar Martín, acaba de dejar al hilo de otro artículo un comentario que tiene mucho que ver con todo esto. Cuenta Rosa que, cuando ella era niña, en la casa en donde vivía había un anciano sin familia al que iban a llevar al asilo. En el edificio eran tan sólo catorce vecinos y entre todos evitaron que el hombre tuviera que irse de su hogar; organizaron turnos y le lavaban, le daban de comer, adecentaban su piso y le acompañaban: “Pasó sus últimos años lleno de cuidados y cariño”. Rosa nació en 1952, “en esos años grises y represores en los que llevabas la tristeza a la espalda cual mochila”, y tuvo, explica, una infancia muy difícil.

Y, con preciosa elocuencia, añade: “Aunque es cierto que la solidaridad que se desarrolló en los barrios obreros pobres, por purita supervivencia, fue como una enredadera creciendo de casa en casa”.

Sin duda Rosa ha puesto el dedo en lo esencial: el nivel económico. El edificio del hombre accidentado es un buen inmueble: gente con dinero, aunque la comunidad estuviera en números rojos. Y seguramente quienes pusieron el ascensor con llaves tenían unos ingresos más que suficientes. Numerosos estudios parecen demostrar en todo el mundo que hay una correlación positiva entre la solidaridad más básica y la pobreza, así como el efecto contrario: que los ricos tienden a ser menos empáticos. Por ejemplo, en el perfil del voluntariado español ganan por goleada las mujeres de economía modesta. Una siente la tentación de deducir que los pobres son buenos y los ricos un asco, un tópico que a veces la realidad parece empeñada en confirmar. Pero la vida es algo mucho más complejo y me temo que sobre todo se trata de un rasgo evolutivo.

También en esto atinó Rosa: “Por purita supervivencia”. Qué inquietante animal es el ser humano: en situaciones de extrema necesidad, ayudar al prójimo es un contrato no escrito que puede salvarte de la muerte. Pero luego, cuando las condiciones mejoran, emergen otros rasgos: la avaricia, el egocentrismo, el deseo de no enterarte de la penuria ajena para no empañar tu bienestar, la soberbia de pensar que nosotros nos lo merecemos y los otros no, la ignorancia que todo eso conlleva… Son trampas obvias, como la de creer que somos tolerantes porque apoyamos a quienes piensan como nosotros (pero nos sulfuramos con quienes piensan distinto), y sin embargo caemos una y otra vez en ellas. En fin, quizá la única vía de superar la estrecha necedad de nuestra condición sea esforzarnos por ponernos siempre en el lugar del otro.

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