Una perspectiva científica para la política científica

En varias entrevistas recientes publicadas en diversos medios, el ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, Dr. Lino Barañao, ha expuesto y defendido algunas de las novedades introducidas en su área de competencia en el curso del último año. Siguiendo una línea de pensamiento ya establecida en el Plan Argentina Innovadora 2020, producido durante el gobierno anterior, el Dr. Barañao enfatizaba en la necesidad de asociar la investigación científica al sistema productivo y a la generación de riqueza y trabajo.

Esto se lograría incentivando la investigación en “áreas estratégicas” a las cuales se le asignó el 50% de las 450 vacantes disponibles en el actual concurso para el ingreso a la carrera del Investigador Científico del Conicet, número éste que contrasta con la política de crecimiento de años anteriores. Esta decisión ha generado críticas por parte de miembros de la comunidad científica. Dado que todo esto ha sido muy discutido en las últimas semanas, quisiéramos centrarnos aquí en otras cuestiones.

En primer lugar, muchas de las medidas que se han tomado -y la mencionada es sólo una de ellas- han sido más el producto de la improvisación y el apresuramiento que de una reflexión serena. Todo país requiere de una política eficiente de asignación de los recursos.

Ahora bien, si según el Dr. Barañao y el presidente del Conicet, Dr. Alejandro Ceccatto, el ritmo de aumento de la planta en los últimos no era sustentable, entonces correspondería explicar por qué impulsaron esta política en los años anteriores. Más debates con los actores involucrados hubieran seguramente garantizado decisiones mejor fundadas y más consensuadas. Por caso: la llamada a concurso para el financiamiento de proyectos de investigación de cinco años para unidades ejecutoras del Conicet, por un monto máximo de cinco millones de pesos cada uno se realizó, según palabras del Dr. Ceccatto, antes de que dichos fondos estuvieran asegurados. Por supuesto, el

Estado tiene potestad para fijar políticas de financiamiento de la ciencia, pero su aplicación no se condice con uno de los valores que el gobierno puso en el centro de su programa político, como lo es el diálogo.

En segundo lugar, el Ministerio no ha promovido un debate más sobre qué tipo de ciencia necesita el país. En reiteradas oportunidades, el Dr. Barañao ha señalado que la ciencia financiada por el Estado debe ser “útil”, es decir, inmediatamente transferible al sector productivo. Aunque esto pareciera ser razonable, no expresa necesariamente el modo en que opera la ciencia.

Pensar que sólo la utilización inmediata del conocimiento producido proporcionará valor a la investigación científica constituye una mirada de muy corto plazo que resulta, a simple vista, incompatible con el discurso general de un gobierno que enfatiza, precisamente, en la importancia de sostener visiones de largo plazo. Es importante recordar que buena parte de las aplicaciones del conocimiento científico se han originado en investigaciones básicas que no parecían tener utilidad inmediata.

Empresas privadas como ITT o NCE en los EEUU han mantenido laboratorios e institutos de ciencia básica cuyos investigadores han sido reconocidos internacionalmente al punto de haber obtenido el Premio Nobel. Pareciera que las empresas privadas más importantes entienden la importancia de la investigación de base mejor que el Estado argentino actual. Lo tenue de la diferencia entre “conocimiento puro” y conocimiento aplicado” fue planteado brillantemente por Mme. Marie Curie hace casi 100 años, en una conferencia dada en Vassar College en los EEUU. “El radio”, decía en aquella oportunidad la dos veces ganadora del Premio Nobel, “es más de 100.000 veces más valioso que el oro.

Pero no debemos olvidar que cuando el radio fue descubierto, nadie sabía que podía ser útil en hospitales. El trabajo era de ciencia pura. Ésta es la prueba de que el trabajo científico no debe ser considerado desde el punto de vista de su utilidad directa. Debe ser hecho por sí mismo, por la belleza de la ciencia, y entonces siempre existe la posibilidad de que el descubrimiento científico pueda convertirse, como el radio, en un beneficio para la humanidad”.

Se trataría de un conocimiento producido por la pura “curiosidad” del científico; exactamente el tipo de investigación que el Conicet debería menguar su financiamiento.

En tercero y último lugar, el ministro se refirió a las llamadas ciencias sociales y humanidades. Es evidente que este tipo de conocimiento sólo en muy contadas ocasiones puede proporcionar utilidad inmediata para la generación de riqueza y empleo. Tanto por la índole de su objeto como por razones éticas, la transformación de los conocimientos generados por los científicos sociales en “tecnología” es un asunto sumamente problemático.

Más allá de esto, es necesario plantear que una sociedad no puede permitirse subsistir como entidad colectiva desconociendo su historia, sus características y su cultura, aunque el análisis de estas cuestiones no sea inmediatamente transferible al sector productivo y difícilmente pueda generar empleo y riqueza de manera directa. A menos que creamos que el desarrollo social es sólo un hecho de la naturaleza y que la producción de conocimiento puro o aplicado se puede desarrollar con independencia de las condiciones sociales y culturales en las que se desenvuelve, la investigación de tales condiciones resulta crucial para el desarrollo de la sociedad y del Estado.

Si las ciencias sociales y las humanidades tienen alguna “utilidad”, ésta radica en la producción de herramientas que permitan la “desnaturalización” de aquello que se da por sentado -por ejemplo, que el conocimiento científico sólo tiene valor si es aplicado- explicitando los supuestos en los que se basa, y mostrando la contingencia de los procesos históricos. Se trata de lo que habitualmente se conoce como “pensamiento crítico” que, lamentablemente, no parece estar muy bien valorado por algunos funcionarios del gobierno actual.

Por eso, resultan alarmantes las expresiones casi despreciativas mediante las cuales el ministro se ha referido a la historia y a otras formas de conocimiento social.

No es cuestión, ya lo dijimos, de negar el papel de los Estados en la definición de las prioridades de sus políticas científicas a largo plazo. Más bien de lo que se trata es de que tales definiciones sean el producto de indagaciones cuidadosas, bien fundadas, ampliamente debatidas por la comunidad científica y otros actores, y no el mero reflejo de necesidades coyunturales.

Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de Los Andes.

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