"Un poyo rojo": expresividad sin límites

Alfonso Barón y Luciano Russo se lucen en la obra del porteño Hermes Gaido. Un divertidísima y ajustada competencia de teatro físico que suda sexo, deporte y humor.

"Un poyo rojo": expresividad sin límites
"Un poyo rojo": expresividad sin límites

Una historia mínima puede ser una gran historia. Este es el caso de “Un poyo rojo”, la obra que el porteño

Hermes Gaido

estrenó en 2009 y que esta semana regresó a Mendoza (la primera función fue ayer y la segunda es hoy, en Le Parc).

El relato es simple, nunca pretencioso: todo ocurre en la intimidad de un camarín, en los límites que imponen un banco de madera y un locker. En ese cuadrilátero imaginario, dos hombres (tal vez, dos deportistas) se miden como gallos de riña. Ellos son

Alfonso Barón

-mendocino radicado en Buenos Aires- y

Luciano Rosso

.

La suya es una contienda física; una competencia de habilidades. ¿O tal vez una estrategia de seducción? Todo es probable cuando ellos entran en acción. Y en este sentido, ambos intérpretes se lucen: hay exactitud, interpretación y riesgo en el entramado de movimientos que tejen cuerpo a cuerpo. A caballo del teatro físico, la dupla transita territorios disímiles: la sutileza de un gesto mínimo o los excesos del lenguaje corporal; el silencio y la música; lo pautado e, incluso, aquello que nace de los antojos de la improvisación. Para uno y otro, la expresividad desconoce límites.

En escena, Barón explota su experiencia como gimnasta, su destreza en la danza contemporánea y los signos que le dejaron sus años de tablas como actor de El Taller. En suma: reafirma, una vez más, las virtudes que ostenta como intérprete de “La idea fija”; aquella inquietante creación del porteño Pablo Rotemberg que, hace tres años, subió al teatro Independencia.

Rosso es un inmejorable e intenso compañero de acción. Es que el actor, músico, bailarín porteño se burla de sus casi dos metros de altura, es pura ductilidad, precisión, acaso un hombre de plastilina. Vale el dato: él creó las situaciones coreográficas que suceden en la obra (junto a Nicolás Poggi, quien luego fue reemplazado por Barón).

Detrás y delante de ellos está la diestra mirada de un director que conoce de artes escénicas y música. Gaido, que es músico y actor, enriqueció su puesta con toques de humor, guiños kitsch (la selección musical es perfecta: David Bowie, Madonna, Lía Crucet), una radio (como elemento disparador de improvisaciones); técnicas acrobáticas y acciones cotidianas (fumar, afeitarse, atarse los cordones). Se atreve, también, a sugerir un apunte amoroso entre estos dos personajes.

La suma de estos elementos (ya elogiados por la crítica y los espectadores) hacen de esta historia mínima, una gran, gran, historia. Sobran los motivos para verla. Una y mil veces.

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