Un país ineficiente sólo genera pobreza

Los indicadores de pobreza, empleo y gasto público, revelan profundos problemas de productividad que alejan las inversiones y las posibilidades de mejora.

Por Rodolfo Cavagnaro - Especial para Los Andes

En estos últimos días se han conocido distintas estadísticas que mostraban los elevados niveles de pobreza e indigencia reales que se han venido acumulando en los últimos años. Comenzamos con los pobres resultados obtenidos en las evaluaciones de calidad educativa, que muestran el nivel de deterioro de la educación, que se nota más en la de gestión pública pero que también alcanza a la de gestión privada.

Luego, se conocieron los indicadores de pobreza e indigencia del Indec, que muestran que el 30% de la población está por debajo de la línea de pobreza, sólo si lo medimos por el nivel de ingreso. Si le agregáramos otros como calidad de viviendas, disponibilidad de servicios básicos como agua y cloacas, acceso a educación y salud, llegaríamos a indicadores de pobreza estructural alarmantes.

Pero también conocimos datos acerca del déficit fiscal y el nivel de endeudamiento que muestran una actitud casi compulsiva por gastos que se llaman “sociales” y en realidad son una forma cínica de mantener a los pobres contenidos dentro de la pobreza.

La encuesta de indicadores laborales, por su parte, muestra que en la Argentina hay 12 millones de trabajadores registrados, de los cuales, 8 millones son empleados estatales y sólo 4 millones lo hacen en el sector privado. Los empleos creados en los últimos años correspondieron a empleados estatales y monotributistas.

Todos los datos muestran una conexidad y exponen una realidad palpable, y es que Argentina tiene un sistema económico ineficiente, que no genera empleo y muy poca riqueza. Frente a esta realidad, el único resultado posible es un crecimiento de la pobreza.

Las fuentes del problema

En Argentina se desarrolló una cultura basada en pedir o defender la intervención del Estado para cualquier circunstancia. En general, era pedida por empresarios cuya ineficiencia les impedía competir, pero luego fue pedida por diversos grupos de interés y, más tarde, aparecieron las políticas sociales, teñidas de “progresismo” para justificar una injerencia cada vez mayor de los funcionarios en la vida de la sociedad.

La mayor participación del Estado no sólo se dio a nivel nacional sino que también ocurrió con las provincias y municipios. Esta intervención se comenzó creando empleo, luego creando organismos que tenían presupuesto asignado para cumplir funciones de intervención o asistencia, que también requerían nuevos empleados.

Todos los organismos y sus funcionarios se especializaron en mantenerse con vida tratando de justificar su existencia. Para ello, inventaron mecanismos de información, declaraciones, controles y otras tantas cosas que suponen trámites que requieren autorización de los mismos funcionarios.

El Congreso Nacional aprobó la ley Pyme y acaba de hacerlo con la ley de emprendedores cuya mayor virtud es acortar los tiempos para que una empresa pueda funcionar y elimina una serie de pasos burocráticos que lo único que hacían era poner obstáculos que podían sortearse con el pago de algún reconocimiento al funcionario “generoso” que autorizaba invertir y trabajar. Absurdo.

El problema es que tanta injerencia del Estado, sobre todo en la economía, hizo desdibujar el rol fundamental que tiene en la sociedad y es el de asegurar los mejores servicios de salud, educación, seguridad y justicia, sobre los cuales pesa el mayor reclamo de la sociedad por la mala calidad de sus prestaciones.

El problema fiscal: el peso de los impuestos y el gasto

Argentina tiene un problema endémico de gasto público cuya inercia parece no detenerse. A pesar de normas antiguas que congelan vacantes, se las ingenian con contratos de locación de servicios o locación de obra para seguir engrosando la planta y luego, con cada paritaria, todos los contratados quedaban en planta permanente. La Constitución dice que la idoneidad es el único requisito para ingresar a la función pública y es, justamente, el único que no se verifica.

El problema es que para financiar todas las intervenciones del Estado, demandadas por la sociedad, tuvieron que aumentar los impuestos hasta niveles asfixiantes, como los actuales y se armó una maraña tan compleja que nadie se anima a poner en caja. El volumen del gasto público ha sido, además, la causa de todas las crisis económicas de la Argentina.

Tratando de ser simple hay que entender que nuestro sistema impositivo grava el valor agregado siempre, y el mayor valor es el del recurso humano, el cual, a su vez, sufre de cargas, aportes y contribuciones para mantener a una gran cantidad de intermediarios. Pero mucho no se pueden bajar los impuestos porque el volumen del gasto, absolutamente ineficiente, requiere recursos cada vez mayores. Es por eso que las actividades más rentables son las que menos valor agregado y menos empleo requieren, como el cultivo de granos.

Esto lleva a la raíz de los problemas descriptos al principio de este comentario y es la ineficiencia notoria del Estado que, al intervenir en tantas cosas, termina afectando y contribuyendo a la ineficiencia de toda la cadena productiva. Esto es a lo que los economistas denominan baja productividad. Esta baja productividad es la causa de la pobreza porque la ineficiencia no permite crear mayores riquezas.

En los últimos diez años, todo el aumento del empleo se dio en el sector público. El sector privado, en términos netos, casi no ha creado nuevos puestos y dado que cada año se incorporan nuevas camadas de jóvenes al mercado laboral, para mantener estable la tasa de desempleo habría que crear 200.000 nuevos puestos de trabajo formales.

Hay que modificar el sistema. No es un problema de hombres o de nombres. Algunos lo agravaron, pero lo pernicioso para la Argentina es la subsistencia de un sistema decadente, que mató la capilaridad social de este país al darles plata gratis a los pobres quitándoles el incentivo del trabajo para mejorar. Así, los han mantenido pobres pero sin expectativas de crecer, como tenían los pobres hasta la década del ’50.

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