Un mundo feliz y vigilado

En una sociedad que privilegia el entretenimiento -todo light, superficial y divertido-, nuestras propias vidas se han convertido en un espectáculo para los demás por medio de las redes sociales, donde se ha perdido la libertad en una alegre prisión sin r

Por Guillermo Jaim Etcheverry - Médico. Educador. Especial para  Los Andes

Hace dos décadas ensayé una somera descripción del rumbo que parecía seguir la sociedad. Comparé en aquel artículo las visiones más notables del siglo XX acerca del futuro: la de Aldous Huxley, autor en 1932 de “Un mundo feliz”, y la de Eric Blair, conocido como George Orwell, quien en 1949 publicó “1984”. A ellas correspondería sumar “Fahrenheit 451” que Ray Bradbury dio a conocer en 1953.

Comentaba entonces que la de Orwell ha sido una de las metáforas más influyentes para simbolizar el control ejercido por el poder sobre las personas: una sombría sociedad totalitaria en la que el Estado concentra cada vez mayor poder, simbolizado en el omnipresente “hermano grande” que todo lo vigila. El llamado de atención de Orwell acerca de quienes nos prohibirán la información, los libros, en fin, el acceso a la verdad, se acerca a la profecía de Bradbury.

Aldous Huxley, por su parte, no imagina una figura autoritaria que prive a las personas de su autonomía, de su historia o de su capacidad de maduración. Sostiene que, gracias al avance tecnológico, la gente vivirá entre placeres y lujos aunque espiritualmente devastada por un enemigo oculto detrás de un rostro sonriente. Al convertir a las personas en audiencia, distrayéndolas con lo trivial, paralizándolas con el entretenimiento perpetuo, las alienará de la cultura al tiempo que el diálogo público no superará el nivel infantil y la política en nada se diferenciará del espectáculo.

El alud de información nos conducirá a una total pasividad. En esa sociedad será inútil prohibir los libros ya que a nadie le interesará leerlos ni ocultar la verdad porque esta pasará inadvertida en un océano de irrelevancia. En la profecía de Huxley, la gente no sólo no se resiste a los artilugios con los que el opresor aniquila su capacidad de pensar sino que se entrega a él voluntaria y alegremente.

No es una novedad señalar que vivimos en una sociedad que privilegia el entretenimiento, la “sociedad del espectáculo” de Guy Debord. El mayor temor que hoy nos acosa es el de aburrirnos y por eso todas nuestras experiencias deben tener como finalidad la de entretenernos. Este objetivo ha llegado hasta las escuelas, donde, según afirman los protagonistas y sus padres, niños, niñas y adolescentes -como es políticamente correcto mencionar hoy a los chicos de antes- se aburren.

También los medios de comunicación buscan convertir todo en liviano, “light”, breve, superficial y divertido. Así, por ejemplo, nuestro léxico se va empobreciendo aceleradamente. Para adaptarnos a esta tendencia simplificadora cada vez utilizamos menos palabras y la enseñanza de la lengua, mediante la que se transmitía su riqueza, pertenece a un pasado ominoso, una tortura que es preciso evitar a niños, niñas y adolescentes porque se corre el peligro de aburrirlos. Se generaliza así una levedad simple e ignorante que, además, intenta resultar entretenida.

“Mientras Orwell teme que la cultura se convierta en prisionera, Huxley ve el peligro de que se transforme en trivial, preocupada por lo irrelevante”, señala Neil Postman, a quien se debe originalmente esta comparación, influida por la difusión de la televisión y formulada en su libro “Divertirse hasta morir” de 1985.

Siguiendo a Postman, en la oportunidad anterior mencionaba que, en realidad, ya vivimos en un “mundo feliz” que coincide con la visión de Huxley. Nadie reclama la libertad perdida en medio de las carcajadas de la diversión que, paradojalmente, interpretamos como signo de absoluta libertad. Postman señala que “el problema no es que la gente se ría en lugar de pensar, sino que no sabe de qué se ríe ni por qué ha dejado de pensar”. Se interroga si es posible esperar alguna reacción cuando, sin resistirnos y, más aún, extenuados por la diversión, nos entregamos al opresor que nos va ocupando con una cultura de lo irrelevante, banal y grosero, sin que siquiera reconozcamos que estamos siendo asfixiados.

Concluí en aquella ocasión que la profecía de Orwell no se había cumplido porque los regímenes totalitarios felizmente entraban en el ocaso. Sin embargo, en estos últimos años, la masificación de las modernas tecnologías de la comunicación y la información han modificado ese panorama ya que un aspecto distintivo de nuestro mundo es el grado creciente de imperceptible vigilancia de nuestras vidas que hacen posible esas tecnologías. Cada vez que nos acercamos a una pantalla en busca de alguna información o de un simple entretenimiento -que los nuevos medios ofrecen de manera insistente contribuyendo a expandir la sociedad del espectáculo- vamos dejando rastros de nosotros mismos, de nuestros intereses y preocupaciones.

Todos compartimos ya la experiencia de buscar algo en la Red, un hotel, una heladera o un destornillador, para ver aparecer de inmediato en los nuevos sitios a los que nos lleva nuestra exploración anuncios de hoteles, heladeras y destornilladores. Es decir, que permanentemente se registran nuestras necesidades y deseos, información que es comercializada a buen precio obteniendo un incalculable beneficio de nuestro inocente errar por la “nube”.

En este ambiente de alegre entretenimiento, hasta nuestras vidas personales se han convertido en espectáculo para los demás, con nuestra alegre complicidad, por medio de las redes sociales. Entre carcajadas y no ya entre gritos de horror, hombres y mujeres sitiados, somos sometidos al despojo despiadado de nuestro interior. Perdemos la libertad en una alegre prisión sin rejas, que, además, ahora está vigilada por un silencioso “hermano grande” que conoce casi todo lo que hacemos y nos interesa. Es una nueva manera de perder la libertad, una prisión invisible revestida del prestigio de una tecnología que deslumbra a la modernidad y cuyos muros no siempre advertimos. Menos evidente, más moderna y sutil que la controlada por el “hermano grande”, pero no por eso menos terrible.

La educación es el antídoto ante la epidemia de irrelevante banalidad que se extiende. Sostenía H.G Wells que “la historia humana se está convirtiendo, cada día más, en una carrera entre la educación y el desastre”. Sin educación las personas son más vulnerables porque como carecen del mundo interior que ella construye, quedan limitadas al espacio enrarecido de su experiencia cotidiana. Como ha señalado Julián Marías, estos “primitivos llenos de noticias”, no tienen ninguna idea, corporizan el “vacío mental”. Por eso sin resistir y sonrientes, se entregan al opresor que los va ocupando con la cultura del burlesco.

No solo entretenidos, como sostenía Huxley, sino también vigilados, como imaginaba Orwell, estamos rodeados, privados de la posibilidad de ensanchar nuestro horizonte, es decir, de construirnos como personas. Para derribar los muros de la cárcel invisible tal vez debamos hacer un esfuerzo para enriquecernos, ahora por dentro, edificando un bien poblado mundo interior en el que poder guarecernos.

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