Un café en Mendoza

Cada sábado pasaba a buscar a mi abuela y tomábamos un café en la peatonal, alrededor de las 10. Durante años mantuvimos la rutina de sentarnos, echar un vistazo al diario, repasar la semana y, al momento en el que el café estaba en la mesa, alguna historia de sus viajes aparecía sin llamarla.

¿Cómo estará París por estos días? Se preguntaba, y ahí arrancaba la anécdota del paseo en barco por las aguas del Sena; de las mesitas del Café de Fiore, de la elegancia parisina. En otras ocasiones andábamos por Venecia, y los cafés de la Piazza San Marco; otros días íbamos a Londres y pasábamos por el ristretto en Roma. Aromas, las vestimentas de cada época, las situaciones inesperadas que vivió como una serenata que casi la mata de vergüenza en México; los manteles, las tazas, la gente de cada lugar.

Un día me preguntó si quería hacer el retrato de Mendoza, de esos sábados en la Peatonal. Comenzamos a mirar al mozo, a los transeúntes, a un chico que con una soga hacía piruetas, a otros músicos apostados en la glorieta.

Notamos que los árboles estaban señalando la llegada de la primavera; mirábamos las ventanas de los edificios colindantes e inventábamos historias sobre sus ocupantes.

Vimos a los vendedores de chucherías y a más artistas callejeros, a gente que paseaba a paso lento y otros que corrían como potros hacia vaya a saber qué lugar. Compramos flores a una señora que llevaba un carrito repleto de colores.

Al final del segundo café ya teníamos una anécdota juntas, una que retrataba un pedacito de Mendoza, una que nos unía como ninguna otra. Esa mañana no extrañó sus viajes; el viaje fue desde la silla, en esa mesa donde comenzaba a calentar el sol.

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