Por Fernando Iglesias - Periodista - Especial para Los Andes
Yo fui un joven trotskista, lo confieso. Hasta presencié el congreso de 1973, en la Federación de Box, donde se proclamó la fórmula presidencial del PST Juan Carlos Coral - Nora Ciapponi. Tampoco me arrepiento, porque en la demente Argentina de los Setenta en que la revolución estaba llegando “inexorablemente”, de la mano de la sangre vertida por los Montoneros, ser troskista era estar en contra de la violencia terrorista. Un acto de indudable racionalidad para un joven preocupado por la injusticia social, después de todo.
Después, ya sin serlo, milité por los Derechos Humanos en un grupo trosko, el Frente de Trabajadores por los Derechos Humanos, desde el cual colaboramos para que los sindicatos crearan sus primeras comisiones de DDHH y comenzaran a pedir por la aparición con vida de sus trabajadores, a los que algunos pocos sindicalistas peronistas habían denunciado ante los grupos de tareas de la dictadura y a los que casi todos habían considerado, hasta poco antes, unos zurdos subversivos a los que no correspondía reconocer ningún derecho.
Quiero decir que los troskos me caen tendencialmente simpáticos, como una parte más de la familia de los protestones e inconformistas a la que pertenezco, y hasta observé la reciente mejora de sus performances electorales con una cierta expectativa de que ayudara a pluralizar y democratizar un poco al movimiento obrero argentino. Ese movimiento hecho de sindicalistas ricos y obreros pobres nacido del sindicato único reconocido por el Estado de los Cuarenta, bajo el mismo principio establecido por la Carta del Lavoro de Mussolini.
Vanas esperanzas. Lejos de ayudar a democratizar el movimiento sindical, el principal rol jugado por el trotskismo argentino en los últimos meses ha sido el de legitimar el rol del nacionalismo populista, siguiendo la línea de los padres fundadores Rivera y Narvaja. En efecto, cualquiera sea la consigna falsa contra el actual gobierno que el kirchnerismo arroje a la arena cuenta con el apoyo inmediato del trotskismo, convertido hoy en Partido del Se’gual, comando Minguito Tinguitella.
¿La izquierdista agencia Correpi sostiene que más de veinte manifestantes fallecieron como consecuencia de la represión durante los ocho años de mandato de Cristina? Se’gual, el trotskismo argentino marcha codo a codo con el kirchnerismo por la libertad de la reconocida delincuente Milagro Sala.
¿El propio IndeK admitió que casi 400.000 trabajadores argentinos perdieron sus trabajos en 2014? Se’gual, el trotskismo marcha con los K por los menos de 8.000, en su mayoría ñoquis, a los que no se les renovaron los contratos. ¿Los medios públicos K proscribieron a todos los periodistas no K doce años? Se’gual, el trosko argento está felí de protestar por el despido de Víctor Hugo de una radio privada junto al compañero Sabbatella.
No son hechos aislados sino una política. Complementando la ausencia de los legisladores kirchneristas y de la propia Cristina a la ceremonia de asunción de Mauricio Macri, los diputados troskos Myriam Bregman y Nicolás del Caño dieron el ausente a la Asamblea Legislativa.
Dejaron así en claro su adhesión a la locura destituyente K, que no considera al gobierno de Cambiemos como el resultado normal de la alternancia democrática sino como el usurpador del poder popular. Poder popular que para el trotskismo sólo el peronismo puede y debe ejercer, en tanto se espera el triunfo de la revolución permanente.
Ingenua o deliberadamente, el trotskismo ha aceptado convertirse así en la fracción extrema del Club del Helicóptero, y sus infinitas expresiones lo dicen a su manera, desde Del Caño a Zamora.
Todos ellos llamaron a votar en blanco en el balotaje, en la única acción política unitaria de la que el trotskismo argentino ha sido capaz en décadas de existencia. Y todos llaman a argentinazos varios hoy, con la esperanza de reeditar la hazaña de 2001, por la que cambiamos un gobierno malo que había elegido la ciudadanía argentina por otro peor que no había elegido nadie, abriendo las puertas a la Década Ganada que tanto bien le ha hecho al país y a sus trabajadores.
Pero al trotskista no le importan las consecuencias de sus acciones en la Historia. Él es un alma bella, como dijo el camarada Hegel, y como tal califica a la ética de la responsabilidad weberiana como desviación pequeño-burguesa. Por eso cuando Santiago del Moro, en Intratables, le preguntó al Chipi Castillo cuál era el gobierno o el país que consideraba un ejemplo a imitar, o que podía ser tomado como modelo, la respuesta de Chipi fue inmediata: “Ninguno”, clamó. “Ese país todavía no existe”.
Ahora bien, es cierto que la innovación también tiene lugar en la política y que, por lo tanto, cosas que aún no existen pueden tener lugar en el futuro. Como promotor de la creación de una Asamblea Parlamentaria de las Naciones Unidas, de una Corte Penal Latinoamericana contra el Crimen Organizado y del concepto de “democracia global” mal podría desmentirlo.
Pero aceptar que no existe ningún país que se acerque siquiera al país de nuestros sueños, o que tenga elementos que pudieran imitarse adaptándolos a la realidad argentina es admitir que el propio reino no es de este mundo.
Aún peor, es ocultar las lecciones de la terrible Historia del Siglo Veinte, marcadas por los desastres económicos seriales, las represiones políticas y los genocidios que se han producido en todos y cada uno de los países en que la izquierda extrema y antidemocrática ha gobernado. La Unión Soviética, China, Cuba, Corea del Norte, la Camboya del Khmer Rouge, etc, han sido devastadores ejemplos de los efectos concretos de la aplicación de los principios comunistas en la Historia.
El trosko se salta limpiamente estas lecciones históricas en nombre, faltaba más, del materialismo histórico. Su argumento es el mismo de los adventistas y del peronismo: Cristo, el verdadero peronismo y el verdadero comunismo aún están por llegar. De un momento a otro.
De la mano de Trotsky, el que aplastó la rebelión de los obreros y soldados que pedían la democratización de la Revolución en Kronstadt. Y si se le hace notar que todas las aplicaciones del comunismo han fracasado estruendosamente, desde Stalin a Mao, desde Pol Pot a Castro, el trosko contesta que ello se debe a las desviaciones y traiciones de las direcciones; no a una interpretación errada del mundo y de la Historia.
Apenas los herederos de Trotsky se hagan con el poder en algún lado el país soñado por el Chipi se hará realidad, sostienen, y el paraíso comunista llegará, finalmente, a la Tierra. Voluntarismo personalista de la peor especie, como se ve, y proclamado desde el sitial de quienes proclaman conocer las leyes objetivas del devenir histórico.
¿Por qué los troskos se enfurecen más si les dicen “stalinistas” que si los acusan de totalitarios? ¿En qué se basan para elaborar una teoría de la Historia basada en el enfrentamiento entre Trotsky y Stalin? Muy simple: en el crimen de Trotsky por encargo de Stalin. Argumento espectacular, pero débil.
También Al Capone llegó al poder eliminando a todos los mafiosos de Chicago que podían hacerle competencia. Pero eso no constituye un argumento a favor de la moralidad de esos mafiosos, ni permite suponer que si uno de ellos hubiera vencido a Al Capone las cosas hubieran sido completamente diferentes.
¡Pobre Marx! El hombre cometió muchos errores y su idea de la dictadura del proletariado no fue una buena idea, pero no se merecía semejantes herederos. La discusión de si lo que pasó es el fruto inevitable de sus teorías me parece una discusión válida, ya que Marx fue el mayor crítico del capitalismo pero dejó muy pocas indicaciones sobre el régimen que debía reemplazarlo. Abstracciones. Vaguedades. Y alguna desafortunada frase sobre una dictadura provisoria. Más o menos como el Sarmiento de “No ahorre sangre de gauchos”.
A mí, admitiendo las discrepancias, me gusta quedarme con el Marx socialdemócrata de “Karl Marx o el espíritu del mundo”, del gran Jacques Attali. Y con sus dos enormes intuiciones sobre la sociedad global de la información y el conocimiento en la que hoy nos toca vivir, redactadas a mediados del siglo XIX: la primera y gloriosa parte del Manifiesto Comunista, el mayor elogio a la burguesía de que se tenga memoria, y las extraordinarias frases del Gründrisse sobre el “general intellect” como fundamento de la producción avanzada.
En fin. Que cuando yo era trotskista me levantaba a las cinco de la mañana y salía a repartir La Quincena Obrera en puerta de fábrica. Cristalux, de Avellaneda. Firestone, en la rotonda de Llavallol. La Volkswagen de Monte Chinglo. Ahora, no. Ahora son todos troskos con OSDE. Dirigentes universitarios rubiecitos que pululan por la UBA y Palermo Soho hablando en nombre de la clase obrera. Dirigentes de partidos que, o no tienen bases obreras, o la tienen, pero no llegan nunca a la dirección; mucho menos, a una banca de diputado.
Como La Cámpora, vaya casualidad, más o menos. O como la Revolución Cubana, que vino a instaurar la igualdad en un país con un tercio de la población negra y mulata y en medio siglo nunca tuvo a un negro o a un mulato entre sus principales dirigentes.
Yo no tengo nada contra Palermo Soho ni contra los rubios. No soy clasista, pero ellos sí, y por lo tanto harían bien en aplicar sus propios criterios pro-obreros a sus propios partidos. A sus Pymes, quiero decir. Las mejores Pymes del país. Sin inversión ni riesgos. Financiadas por el Estado. Con una clase obrera que hace el trabajo pesado sin jamás ir a la huelga. Troskos con OSDE. El paraíso en la Tierra. Una gloria.