Todos somos esquimales

Hace un par de semanas, una empresa llamada Kingston presentó un pendrive de dos terabytes (unidades de memoria) de almacenamiento, una capacidad nunca alcanzada antes. Es como un pequeño encendedor y dentro hubiera cabido cómodamente la mítica biblioteca de Alejandría.

De hecho, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, que se supone que es la más grande del mundo, entraría entera en tan sólo 10 terabytes. Es decir, en cinco de estos pinchos con apariencia de modestos mecheros. Lo cual me hace recordar, totalmente mareada por la vertiginosa velocidad de la carrera tecnológica, que mi primer ordenador portátil, un armatoste enorme que pesaba cuatro kilos, sólo tenía 512 kilobytes de memoria, que, descontando lo que se chupaba el sistema operativo, equivalían a unas tres páginas de texto.

De modo que tecleabas esas tres páginas y luego las grababas en un disco flexible y las borrabas del ordenador para poder seguir escribiendo. Todo tremendamente torpe, complicado, lento. Antediluviano, aunque ese trasto lastimoso es de hace tan sólo 31 años. Y ahí estábamos todos, tan contentos, acarreando semejante pedazo de chatarra como si fuera el no va más de la modernidad. Hoy, apenas tres décadas después, mi móvil posee más memoria que la suma de todos los ordenadores que he tenido en mi vida, excluyendo el de ahora. Y me cabe en el bolsillo del pantalón.

En 1992 estuve en el norte de Canadá, muy cerca del Polo, para hacer un reportaje sobre los inuits, mal llamados esquimales. Me fascinó ese pueblo de supervivientes, tenaz y creativo. Sobre todo me conmovió que hubieran sido capaces de pasar de la Edad del Bronce, en la que vivieron hasta después de la Segunda Guerra Mundial, a nuestra sociedad hipertecnológica.

Hablé con inuits que habían conocido los iglús de pequeños y que ahora estaban conectados a Internet en sus casas prefabricadas, y ese viaje descomunal lo habían realizado en tan sólo 30 años. Yo admiraba su adaptabilidad y su inteligencia, pero también me preguntaba por los precios que quizá estuvieran pagando, como la elevada tasa de alcoholismo o de suicidio, por ejemplo.

Pues bien, ahora empiezo a pensar que en realidad todos somos como esos esquimales. Cuando fui a hacer el reportaje sólo habían pasado dos años desde que, en 1990, se había creado la Red, la World Wide Web que hoy nos une al mundo: Internet es de ayer mismo. Rememoro aquel viaje al Polo Norte y me maravilla lo muy diferente que era nuestra vida entonces comparada con la de ahora. ¡Faltaban por llegar tantos adelantos! Siempre lo digo: hoy habito dentro de las novelas de ciencia-ficción que leía de adolescente.

Me gusta mucho la ciencia y soy una alegre y maravillada partidaria de la tecnología. Y, sin embargo… Quizá sea que la dimensión del cambio comienza a ser demasiado abrupta, demasiado grande, como en el caso de los inuits. O que cada vez soy más consciente de la inmadurez de los humanos, de nuestra falta de rigor, de nuestra irresponsabilidad como especie. O puede que simplemente se trate de un apocamiento de la edad, de mi vejez que empieza. Pero lo cierto es que me preocupa esta velocidad tecnológica que nos lleva en volandas hacia donde no sabemos.

Una ignorancia esencial ante nuestros propios descubrimientos que ya hemos mostrado antes, por ejemplo, al inventar la bomba atómica o al desarrollar la energía nuclear, con cuyos letales, longevísimos deshechos no sabemos qué hacer, cosa que no impide que cada año produzcamos otras 10.000 toneladas métricas de basura nuclear de alto nivel que mantenemos en cementerios provisionales, una chapuza tóxica en la que casi nadie piensa.

Además el problema no es sólo la fisión del átomo. Por ejemplo: Japón acaba de anunciar que va a empezar a utilizar robots para sustituir a trabajadores de oficina. ¿De verdad tenemos alguna idea de hacia dónde nos dirigimos? ¿Nos preocupa? ¿Hacemos algo para prevenir, para responsabilizarnos, para intentar acercarnos más a un modelo de mundo en vez de a otro?

A veces me parece que sólo somos niños intelectualmente inteligentes, pero emocional y moralmente tontos. Y quizá malos.

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