Por Fernando Iglesias - Periodista - Especial para Los Andes
El 6 de enero de 2002, el compañero Duhalde logró que el Congreso sancionara la ley 25.561, cuyo artículo 16 duplicaba las indemnizaciones por despido. Hacía apenas cuatro días que había asumido la Presidencia de la Nación afirmando que “el déficit fiscal alcanza a 9.000 millones de pesos... la desocupación superó todos los registros históricos y el índice de pobreza llegó al 40% de la población... Quince millones de hermanos viven debajo de la línea de pobreza”.
Con proverbial magnanimidad, Duhalde agregó: “No es momento de echar culpas. Es momento de decir la verdad. La Argentina está quebrada. La Argentina está fundida. Este modelo, en su agonía, arrasó con todo”. A continuación, prometió un “programa de salvación nacional”.
El panorama dejado por la Alianza parecía difícil de empeorar, pero el compañero Duhalde lo logró. A pesar de la doble indemnización “para proteger el empleo”, la desocupación, que en octubre de 2001 era del 18.3%, subió a 21,5% para mayo de 2002. Y si bien el índice bajó en octubre a 17,8%, la mejora no puede explicarse por los efectos de la ley, diseñada para sostener el empleo existente en el corto plazo y que había fallado vistosamente en su cometido.
La recuperación del empleo duhaldista se debió a la puesta en marcha de la economía “gracias” a la brutal redistribución regresiva de la riqueza, que llevó la pobreza del 38,3% de octubre de 2001 al 57,5% de octubre de 2002; un aumento del 50% en un solo año, que es récord nacional, si no mundial.
El factor decisivo de la recuperación de la producción y el empleo duhaldistas no fue pues la Mesa de Diálogo Social que reunió a la Iglesia, las organizaciones no gubernamentales y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, como creen las almas bellas.
El factor decisivo fue la más rancia de las recetas ortodoxas: un ajuste brutal para reactivar la economía; inmediatamente impulsada por el recorte de ingresos a los trabajadores y clases medias mediante el 40% de inflación con salarios congelados, el corralito provisorio convertido en definitivo corralón y la pesificación asimétrica, que le dio los dólares de los que habían depositado dólares a los bancos y a los pequeños ahorristas les devolvió en pesos una cuarta parte de su valor.
No parece de más recordarlo cuando buena parte del peronismo que apoyó e impulsó el más regresivo de los golpes económicos después del Rodrigazo de Isabelita vuelve a la carga hoy con sus recetas de “sensibilidad social”. Tampoco sobra hacer un paralelo entre aquella Argentina “quebrada y fundida” que heredó Duhalde y la que dejaron veinticuatro años de peronismo sobre los últimos veintiséis.
El déficit fiscal de 2001 mencionado por Duhalde ($ 9.000 millones de pesos/dólares) fue en 2015 de casi 20.000 millones de dólares -a cambio paralelo- o casi 30.000 millones, a cambio oficial. Por su parte, los quince millones de “hermanos que viven debajo de la línea de pobreza” eran todavía once millones y medio en diciembre de 2015, después de doce años de bonanza internacional y de gobierno de los simpáticos abogados a los que Duhalde les regaló el poder.
Lo digo con bronca, y se nota, porque nada de estos doce años de corrupción, autoritarismo e iniquidad que sufrimos hubiera sido posible sin una lectura determinada por el sesgo peronista que propiciaron quienes posan de socialmente sensibles hoy. Todavía hoy se habla del recorte del 13% de la Alianza (aplicado a sueldos en blanco mayores a los $ 15.000 de hoy) y se olvida el 40% que Duhalde y Remes Lenicov le aplicaron a todos vía inflación para que Kirchner y Lavagna se llevaran las palmas de la “milagrosa recuperación”.
Así como se recuerda el provisorio corralito y se olvida el definitivo corralón, en que se perdieron los ahorros de los peces chicos, se rememora “el estallido social de la Alianza”, a pesar de que el récord histórico de pobreza (57,5%) fue en octubre de 2002, y se rinde tributo a los “35 muertos de De la Rúa”, 28 de los cuales murieron en provincias controladas por el peronismo y sus policías provinciales.
Pero es bueno repetir hoy con Duhalde: “Es momento de decir la verdad. La Argentina está quebrada. La Argentina está fundida. Este modelo en su agonía arrasó con todo”. Se trata de saber, en 2016, si saldremos con un estallido que aumente 50% la pobreza, como entonces, o con medidas graduales que eviten el impacto de esa cirugía sin anestesia que aplicó el Salvador de la Patria en 2002.
Increíblemente, los miembros del mismo partido que aplicó el mayor ajuste de la historia y después nos hizo perder la mejor oportunidad de la historia, dejando una sociedad en que 16 millones de argentinos en edad laboral no trabajan, proponen como remedio de todos los males las mismas recetas que aplicaron hasta hoy, comenzando por la fe en las virtudes mágicas de una ley para cubrir el hueco que en doce años no pudo llenar la generación de empleo digno a través de desarrollo productivo genuino.
¿Cómo asombrarse de que la economía K se haya detenido apenas terminados los efectos del ajuste duhaldista y no haya crecido en los últimos cuatro años? ¿Cómo no relacionar semejante concepción dirigista con el uso del Estado y los planes sociales para esconder la galopante desocupación? ¿Hasta cuándo creen los sensibles compañeros que es sostenible que cada empleo en el sector privado sostenga tres personas, entre empleados estatales y beneficiarios de planes? ¿De veras creen que es neoliberalismo cualquier propuesta que supere el stalinismo mal encubierto que proliferó hasta hoy?
Si así fuera, no estaría mal hacerles notar que las políticas del gobierno que casi todos ellos apoyaron o del que formaron parte alguna vez; ese gobierno de afiliados al Partido Justicialista que no habrá sido peronista pero cuyos bloques parlamentarios estaban integrados por mayoría del PJ, y no del FPV; causaron la pérdida de 395.000 puestos de trabajo en 2014, unos 33.000 por mes, sin que ninguno de los hoy escandalizados diera muestras de sensibilidad. Aun peor, fue para nada; un puro sufrimiento social que no solucionó uno solo de los problemas estructurales del Modelo K de Acumulación con Matriz Diversificada e Inclusión Social.
Pretender obtener resultados diferentes aplicando los mismos procedimientos es la receta perfecta para el fracaso. No lo dijo Einstein, ni es tan difícil de entender. Es muy bonito hacerse el trosko-peronista y proponer “que la crisis la paguen los ricos”. Más difícil es sostener que un país en el cual hace cinco años que no invierten ni sus habitantes pueda relanzar su economía aumentando la carga sobre empresas que soportan la duplicación de sus cargas fiscales y pagan impuestos como si estuvieran en Suecia para obtener servicios similares a los de Angola.
Es sencillo decir, como Moyano junior, “la doble indemnización no vale para el nuevo personal asumido”, pero eso no impide el clarísimo mensaje intervencionista que se enviaría en el mismo momento en que se necesita un shock de inversiones. Y es ridículo sostener que se pretenda beneficiar a las pequeñas y medianas empresas, que son las primeras en sufrir el impacto de leyes como la que se propone, así como la industria del juicio laboral que han promovido quienes la proponen.
Prohibir despidos es tan eficaz como prohibir la desocupación. Ni a nadie en el planeta se le ocurren ya estas cosas ni se entiende por qué, de paso, no proponen prohibir también la pobreza, y sanseacabó. Por otra parte, lejos de beneficiar a los más débiles, una ley que sólo proteja el empleo de los trabajadores en blanco tendría el muy probable resultado de hacer recaer los despidos en el tercio de trabajadores en negro y de perjudicar a los desempleados, que verían retardarse su ingreso al ciclo laboral.
Para bien o para mal, la idea de la “defensa de los puestos de trabajo” comienza a hacerse reaccionaria y zombie en el mundo de hoy; un mundo en el que Europa posee una amplia legislación de protección del empleo pero padece un índice de paro que duplica el de los Estados Unidos, que no la tienen; un mundo que genera más puestos de trabajo por la aparición de Uber que los que se pierden en el sector taxista; un mundo en el que la idea de que la industria es la principal generadora de empleo no resiste el más mínimo análisis estadístico.
Un mundo en cambio tecnológico acelerado, en suma, en el cual la disminución del desempleo no puede basarse en la defensa de los puestos de trabajo existentes sino en la generación de nuevos puestos, adecuados a la nueva etapa tecnoeconómica. Al menos si se quiere una política de empleo sustentable y no una mera proclamación políticamente-correcta de la propia sensibilidad social.