Seguridades

Nuestro país tiene la enorme responsabilidad de recuperar el respeto por las normas. El orden que hemos perdido podemos rescatarlo solo a partir de acuerdos en el diálogo.

Por Julio  Bárbaro - Periodista. Ensayista. Ex diputado nacional. Especial para  Los Andes

Hay una idea del orden que algunos convirtieron en enemiga, conservadora y derechista. La consecuencia es simple, el desorden es progresista o finalmente revolucionario. Somos inventores de ideas tan originales como raras, tan incoherentes como absurdas. La motivación es forzar un proceso pre revolucionario que nunca se concreta en cambio alguno; en consecuencia, nos cortamos las calles los unos a los otros sin caer en la cuenta, elemental, de que la civilización pudo desarrollarse cuando logró superar la estupidez.

Como en los setenta muchos se sumaron a la guerrilla y terminaron en un fracaso que en muchos casos se parecía al suicidio, pareciera que tantas vidas solo se explican para demostrar la demencia de las fuerzas armadas o, mejor dicho, de la agonizante derecha nacional.

Claro que la derrota permitió la genialidad de engendrar “la teoría de los dos demonios”, simplificación según la cual, al desnudar las miserias del victimario estaríamos consagrando las virtudes de las víctimas. Años perdidos durante los cuales pudimos castigar a los genocidas pero no logramos una autocrítica de los violentos, que terminaron inventando un nuevo fanatismo, esta vez sin pretensiones teóricas simplemente porque los discursos de los Kirchner no lo permitían. Si la violencia de los setenta apenas tenía justificaciones, el fanatismo de los kirchneristas no soporta ningún análisis lógico.

Pareciera que para superar un pasado violento debiéramos ingresar a un presente sin normas. La figura del juez Zaffaroni es tan superficial como patética; el ejemplo de su propia vida, nacida aplaudiendo dictadores y madurada en la apología del caos; su propia falta de coherencia y de límites nos invita a habitar en una sociedad sin normas.

Si por lo menos fueran admiradores del anarquismo merecerían cierto respeto, pero no llegan a tanto, solo enfrentan a la sociedad con la falta de límites y el sinsentido que ocupan en su propia experiencia vital. Y son muchos, y hasta fueron convocados por el gobierno pasado para iluminar con sus vericuetos de justificaciones la ambición y los delitos de tantos que utilizaron el poder a su servicio.

Nada es casual, el pragmatismo feudal y autoritario de los Kirchner terminó asociado a los restos de izquierdas fracasadas que a cambio de un espacio de poder intentaron justificar simplemente la degradación de la sociedad.

La idea de ponerle límites a todo uniformado es propia del resentimiento de quienes soñaron destruir el Estado e intentan convertir sus fracasados sueños en pesadillas del resto. “No criminalizar la protesta”, célebre frase que no implica otra cosa que un vale todo, que en rigor a nadie le tiene que interesar la sobrevivencia del orden.

La misma inflación termina siendo una medida de nuestra pasión por el caos, la violencia en las canchas nos vuelve tan originales que ni siquiera podemos compartir con la hinchada visitante, la falta de límites terminó limitándonos. Y en ese desarrollo del absurdo la enseñanza pierde calidad en nombre de supuestas modernidades que igualan al dejar de calificar, que no soportan exámenes de ingreso sin asumir que la verdadera limitación la postergamos al convertirla en patética escasez en los egresos.

Volver al orden es una necesidad que solo podremos lograr a partir de un acuerdo entre todas las fuerzas políticas, asumiendo que cortar una calle está tan castigado en La Habana como en Miami, que años de dañarnos entre nosotros no ha tenido otro resultado que profundizar la decadencia.

La concepción del orden es solo una y abarca todas nuestras relaciones, la contracara es la corrupción, esa que estamos viendo asombrados como una simple exacerbación del caos. Salir de esas imágenes donde los amigos del poder de turno cuentan impunemente sus oscuras fortunas es un camino complejo. Vivimos un capitalismo sin creer en el esfuerzo ni en el triunfo de los mejores, transitamos una sociedad en la que primero se perdieron los valores pero luego fue mucho peor, se impusieron como normas la degradación de la ideología y la concreción del discurso de la impunidad.

El kirchnerismo terminó siendo una enfermedad de la política, un autoritarismo prebendario camuflado con los restos de los sueños de ayer. Y en un mundo de teóricos del fanatismo, no somos capaces de pensar el pasado como aporte al futuro, nos enredamos en los resentimientos como si fueran imprescindibles para la fortaleza de la memoria.

Demasiado enojados con el populismo, palabra comodín que solo sirve para condenar aquello que no nos gusta, pero lejos queda siempre de definir nuestros objetivos. Superar ese supuesto espacio del mal implica recuperar el respeto por lo popular, bajar de la soberbia a tantas minorías que se sienten lúcidas. Y me parece que para eso todavía falta mucho.

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