Por Luis Alberto Romero - Historiador. Club Político Argentino. luisalbertoromero.com.ar / Especial para Los Andes
Reflexionar sobre la Guerra de Malvinas es algo necesario para la Argentina democrática y republicana. Pero la fecha elegida es completamente inadecuada. Los hechos de 1982 no deben conmemorarse el 2 de abril, día de la invasión a las Islas, sino el 14 de junio, día de nuestra rendición ante las fuerzas británicas. Debe ser un día de memoria y arrepentimiento.
El 2 de abril de 1982 tropas de nuestro país irrumpieron en la vida de una comunidad pacífica e inerme, con la que desde hacía medio siglo procurábamos estrechar relaciones. Lo hicieron al amparo de discutibles derechos -Gran Bretaña esgrime otros, igualmente discutibles- pero sobre todo con el apoyo de un sentimiento popular largamente construido por nuestro nacionalismo.
Los isleños -llamarlos kelpers me parece estigmatizante- tenían presencia continua en las Falkland desde hacía 150 años, los suficientes para ser considerados “originarios”. La invasión, que servía a los propósitos inmediatos de un régimen criminal, se justificó con argumentos provenientes de nuestro patológico nacionalismo, que es lo peor de nuestra cultura política. Pero lo más grave fue su aclamación en la plaza, por parte de una multitud cautivada por el relato militar. La escena mostró la potencia de nuestro enano nacionalista, generalmente encerrado en su botella, que cuando se suelta tiene efectos terribles.
Con la rendición del 14 de junio vino la crítica feroz a los militares. Algunos habían objetado la guerra, pero la mayoría estaban defraudados porque se les había prometido un triunfo. Luego comenzó un trabajo de “desmalvinización” de la opinión. Lo iniciaron los militares, ocultando a los combatientes que volvían del frente. El gobierno de Alfonsín se propuso bajar los decibeles de la confrontación con Gran Bretaña y volver a la situación previa a la invasión. El mantenimiento de esta línea fue una de las buenas cosas del gobierno de Menem.
Pero no es fácil controlar la memoria social de un episodio tan traumático. Las Malvinas volvieron -si es que alguna vez salieron- junto con el giro ideológico y cultural de los años ’90, que incluyó la reivindicación de las luchas de los años setenta, la crítica al manejo de la cuestión militar y de los derechos humanos, y de modo más general, a todo el proyecto de instauración de una democracia institucional. Todo eso se sumó al “relato” de los Kirchner.
Sobre Malvinas, era imposible reivindicar lo hecho por Galtieri y sus socios. Pero el país dio un giro agresivo en la cuestión de la soberanía y las relaciones con Gran Bretaña, muy apreciado por su contraparte británica, que hoy usa a los “argies” como parte de su discurso electoral. Lo más grave fueron los actos de hostilidad hacia los isleños, que profundizaron los catastróficos efectos generados por la guerra.
La nueva actitud pasó por la cuestión de los ex combatientes, gradualmente convertidos en “héroes de guerra”. Genéricamente reivindicados por el gobierno, debieron sin embargo organizarse para reclamar lo que en cualquier país se concede a un ex combatiente.
Paralelamente, se convirtieron en objeto de estudio, y periodistas e historiadores se dedicaron a reconstruir sus duras experiencias en la guerra y en la posguerra. Primero fueron las víctimas, pero a medida que resurgía el artefacto ideológico del nacionalismo, se fueron convirtiendo en los héroes.
Sobre esa base, en 2001 se reinstaló el 2 de abril como el Día de Malvinas. Para los militares, era la manera de reconstruir la “unión sagrada” y lavar en ella sus culpas. El resto, sin justificar a los militares, reivindicaba a quienes habían dado su vida por la patria. Pronto se sumaron a la otra legión de héroes, los que habrían dado su vida luchando contra la dictadura. La “juventud maravillosa” de los setenta se prolongaba en las víctimas de la guerra.
La palabra “héroe” tiene una serie de resonancias que van más allá del protagonista y alcanzan a la guerra por la que luchó. No se puede ser héroe de una guerra injusta. En consecuencia, si hubo héroes, la guerra fue justa. Al tiempo que se rehabilitaba la acción de las organizaciones armadas se recuperó una guerra que, aunque realizada por militares asesinos, de todos modos expresaba el sentir nacional, el anhelo de recuperación de la “hermanita perdida” y la validación del camino de la fuerza. Los derechos humanos de los isleños no eran un tema para los argentinos.
Para los combatientes, la calificación de héroes parece exagerada. En el combate de San Lorenzo hubo solo dos héroes, San Martín y el sargento Cabral. La palabra “patriotas” parece más adecuada para soldados, suboficiales y oficiales que combatieron mal armados, mal vestidos, mal alimentados, y también mal conducidos por un grupo de jefes que, de acuerdo con el “Informe Rattenbach”, no estuvieron a la altura de las circunstancias.
Los combatientes en Malvinas se ganaron el reconocimiento de los argentinos. Fueron las víctimas de un régimen constitutivamente asesino, y sus muertos merecen el mismo recuerdo respetuoso que las otras víctimas. Más aún, deben ser recordados junto a todas las víctimas de una década violenta y extraviada, en la que no hubo nadie que no compartiera la responsabilidad, al menos en una pequeña medida. Fue una década en la que hubo demonios, pero todos fueron hijos de una sociedad que no termina de reconocerlos.
¿Cuándo recordar a este grupo de soldados? ¿Cómo hacerlo sin reivindicar, de alguna manera, la guerra que los mató? Solo se me ocurre una manera: asumiendo todos que fuimos sus victimarios, y que aún conservamos vivo al enano nacionalista, al genio maldito que de tanto en tanto se escapa de la botella.
El 14 de junio de 1982 fue el día de la rendición, de la humillación, de la expiación que todavía no completamos. Ese 14 de junio descubrimos también la realidad detrás del relato triunfalista de los militares, en el que tantos creyeron porque querían creer, porque estaban preparados para creer. Es la mejor fecha para recordar, en su dimensión humana y no heroica, a estas desdichadas víctimas de un país que todavía no sabe controlar su violencia.