Por Luis Alberto Romero - Historiador. luisalbertoromero.com.ar Especial para Los Andes
¿Tendremos un buen gobierno? Hace tanto que no conocemos uno que ya hemos perdido la medida de lo esperable. El destino del que ahora comienza depende de muchas cosas, además de las intenciones o capacidad de los gobernantes. Entre otros muchos factores, importa lo que la sociedad civil, los ciudadanos rasos, sepan hacer para controlarlo y encauzarlo.
La cuestión del control y los límites, tan importante bajo los Kirchner, se está debatiendo ahora, cuando los gobernantes dan sus primeros pasos y emiten sus primeras señales. El comienzo es auspicioso. Un capacitado equipo de funcionarios superó con solvencia la compleja prueba de levantar el cepo cambiario y empieza a avanzar en la tarea de saneamiento del Estado, tan difícil como la limpieza de los establos del rey Augías.
Su modo de actuar se ha centrado en el diálogo y la búsqueda de acuerdos sensatos con los distintos actores, desde los gobernadores del PJ hasta los trabajadores de la empresa Cresta Roja. A la hora de dialogar, el presidente hasta pudo dedicar una hora a escuchar a una docena de opinantes.
Fue una escena ejemplar del nuevo estilo: durante cuarenta minutos escuchó a cada uno, tomó notas detalladas y, al final, contestó de manera precisa y sintética.
Junto al diálogo y el acuerdo está el ejercicio del imperium, el mando, que hace a la función presidencial. Afortunadamente, no es un gobierno ingenuo y sabe que necesita actuar rápido para salir de las situaciones heredadas más embrolladas. Con algunos Decretos de Necesidad y Urgencia cortaron varios nudos gordianos, como el cepo cambiario o el Afsca. Quedan otros.
Lo heredado va resultando mucho peor de lo imaginado. Luego de constatar que la caja estaba absolutamente vacía, la gobernadora de la provincia de Buenos Aires se enteró de una deuda adicional, al margen del presupuesto y no contabilizada, de 54.000 millones de pesos. ¿Seguirán apareciendo noticias de este tipo?
Más sorpresivo fue el llamado a la “resistencia”, por parte de Cristina y sus seguidores, con una postura que excede lo “destituyente” y es casi una apelación al golpe de Estado. A diferencia de la resistencia mítica de 1955, que nació de las bases del peronismo, ésta surge desde distintas posiciones dentro del Estado, de donde salen bloqueos y chantajes. Era previsible que el cristinismo tomara ese camino pero no que el resto del PJ lo siguiera, y particularmente los que tienen responsabilidades de gobierno; hasta Alicia Kirchner necesita negociar con el Presidente.
Estas circunstancias han hecho que el uso del imperium presidencial sea un poco más amplio que lo imaginado, lo que hoy genera un extraño debate. Hay ciudadanos razonablemente principistas, preocupados por la división de los poderes. Lo llamativo es el apoyo del cristinismo, que en una semana pasó de Laclau a Montesquieu. ¿Un triunfo de la sana doctrina? No. Simplemente es parte del hostigamiento a un gobierno que, razonablemente, utiliza esos recursos en una etapa transicional, cuando sus bases políticas son débiles y las agencias del Estado, sobre todo las de seguridad, no son confiables.
Estas discusiones, que son importantes, requieren de un contexto. Lo que nos resultaba inadmisible en los Kirchner parece más comprensible en un gobierno que enfrenta problemas muy urgentes sin el respaldo de una mayoría parlamentaria. Pero en el fondo, la cuestión reside en definir con precisión qué es hoy un “buen gobierno”. De esto trata el reciente libro del politólogo francés Pierre Rosanvallon, que abunda en preguntas y sugerencias pertinentes para la actual coyuntura.
Su punto de partida es que hoy todas las democracias son presidenciales. Hay muchas razones, que van de la complejidad de la gestión al derrumbe de los partidos políticos en su formato tradicional o al tipo de relación personal que, debido a los medios masivos, los candidatos establecen con sus votantes. Elegidos por el voto directo, los presidentes están hoy autorizados a usar un poder amplio, que los parlamentos se limitan a controlar y eventualmente bloquear.
Hay distintos modos de usarlo. En la Argentina salimos de un tipo de presidencialismo patológico, surgido espontáneamente en Santa Cruz y luego contaminado por las ideas autoritarias y decisionistas de C. Schmitt, glosadas por E. Laclau. Ahora entramos en un presidencialismo que promete ser sano y capaz de construir una relación positiva entre gobernantes y gobernados.
¿Un nuevo jefe? Según Rosanvallon, no estamos en tiempos de césares o de líderes, y los grandes estadistas solo aparecen de tanto en tanto. Es tiempo de personas comunes, normales, que deben administrar un gran poder. Debemos esperar de ellos, además de capacidad para gestionarlo, que hablen a los gobernados con la verdad y que se comporten con integridad, dos cuestiones centrales en el gobierno de los Kirchner. Precisamente sobre esas bases el actual gobierno espera constituir una relación de confianza, que vaya más allá de la autorización recibida para sacar al país de la crisis y normalizarlo.
Hoy está apelando a algunos medios excepcionales. ¿Que garantía tenemos de que los use con prudencia y razonabilidad? ¿Que no utilice el imperium para someternos? Allí entramos nosotros, los ciudadanos, a quienes Rosanvallon recomienda “apoderarse” del gobierno. No para sustituirlo sino para hacerlo transparente y legible, pues la opacidad de la acción gubernamental es el camino hacia la discrecionalidad. Para exigir la rendición de cuentas e instrumentar el control de gestión permanente. Para hacerse oír, reclamar y proponer, finalmente. El rey san Luis, sentado bajo un roble en Vincennes, recibía los reclamos de sus súbditos y administraba justicia. Hoy hay otros mecanismos para algo en sustancia muy parecido.
Un buen gobierno es el resultado de una relación entre gobernantes y gobernados. Two for tango. Nos queda una buena tarea para asegurar que esta administración sea, finalmente, un buen gobierno.