Y no, no fue lo mismo. Una cosa fue saber que habían sido derrotados y otra vivirlo: dejar efectivamente el poder.
Mas allá de sembrar de minas el Estado y la administración pública, saturar las reparticiones de adeptos y planificar una migración del centro de gravedad del poder hacia el Congreso de la Nación, el kirchnerismo no tenía un plan bien preciso en materia de cohesión militante y supervivencia en términos. Por esa razón se les ocurrió mantener viva la llama a través de movilizaciones frecuentes: marchas, concentraciones, mítines, banderazos, piquetes, etc. Esta estrategia empezó la última noche de Cristina en el poder, cuando una multitud se concentró en Plaza de Mayo para despedirla.
Interesante la funcionalidad política de las multitudes a lo largo de la historia. En épocas remotas, predemocráticas, las masas movilizadas tenían una función simbólica, sirviendo para representar la adhesión popular y el consenso de que gozaba el poder, y también una función directa: una multitud insatisfecha o furiosa, convenientemente manipulada, se convertía en una fuerza destructora imposible de contener.
El advenimiento de la democracia liberal, la continua expansión de derecho al voto y el paralelo desarrollo de nuevas técnicas de comunicación y propaganda hicieron que las concentraciones masivas perdieran relevancia.
Con la crisis del liberalismo, el fascismo y otras doctrinas políticas similares las restauraron, precisamente como forma de contestación y lucha contra la legitimidad que provenía de las urnas y, consecuentemente, como forma alternativa de legitimación popular e instancia de comunicación directa del líder con su pueblo.
Adicionalmente era una eficaz estrategia de encuadramiento/contención del individuo y de formación del espíritu colectivo. Adolf Hitler lo explica en “Mi lucha”: “El mitin de masas es necesario aunque solo sea porque, en él, el individuo que se está convirtiendo en partidario de un nuevo movimiento, se siente solitario y es fácil que se sienta preso del temor de encontrarse solo; contempla por primera vez el cuadro de una gran comunidad, algo que tiene un efecto reconfortante y alentador sobre la mayoría de las personas (...) Si sale por primera vez de su pequeño taller o de la gran empresa, donde se siente muy pequeño, y entra en un mitin de masas y se encuentra rodeado por miles y miles de personas que tienen los mismos ideales (...) sucumbe a la influencia mágica de lo que llamamos sugestión de masa”.
Tres funciones, por tanto: consenso/legitimación, descontento/levantamiento, contención/socialización.
No todas las culturas políticas tienen a la Plaza de Mayo y las concentraciones de masas como elemento relevante. La Plaza (más allá de las simpáticas elaboraciones de la historiografía liberal) adquiere importancia en una época de la vida política nacional influida por el fascismo: el peronismo clásico. Empieza a mostrar problemas de representatividad en la tercera presidencia de Perón, con la expulsión de facciones radicalizadas del peronismo.
Se recupera en momentos de exaltación de la unidad nacional: Malvinas (I-adhesión y II-protesta) y la toma de posesión de mando de Alfonsín.
Ya con el advenimiento de la política espectáculo es progresivamente desactivada como símbolo. Recupera centralidad simbólica en la Navidad triste de 2001. Con el cristinismo se la “coreografea”, se la produce como espectáculo, libre de toda espontaneidad y autoconvocatoria (eso queda confinado a los patios de la Casa Rosada: es “la masa de los íntimos”). Son concentraciones controladas, armadas con libreto. En tiempos de la aplanadora política K las marchas sirvieron para dar voz al descontento ciudadano.
Sería interesante saber si se ha estudiado la composición social de las manifestaciones K: el arreo de ganado humano del Conurbano y el Interior podría ser -en las dimensiones que han querido darle- una leyenda urbana antiK. Más parece el playground temático de la nostálgica burguesía progre de Capital Federal.
El kirchnerismo, que inspira las movilizaciones, ha dejado el poder: hay que descartar una funcionalidad legitimante. En todo caso se valida como facción opositora.
Por otra parte, es sabido que todo gobierno que asume despierta expectativas de regeneración y prosperidad en la ciudadanía. Durante los primeros meses la insatisfacción y las críticas se suspenden.
Solo un mal tipo -o un idiota- puede desear que al actual gobierno le vaya mal, más allá de los desacuerdos (quienes fuimos críticos del kirchnerismo desde el principio también deseamos que a Kirchner y a Cristina les fuera bien y tuvieran un gobierno pleno de aciertos).
Hoy, las movilizaciones del kirchnerismo no representan otra cosa que el descontento de una parte de la facción derrotada y nada más.
Por lo tanto apenas tienen la función de cohesionar a los militantes en fase de desbande: disciplina interna, orden cerrado. Muchas veces las exhibiciones de fuerza tienen el efecto contrario: son -precisamente- muestras de debilidad.
Naturalmente, desde su conducción estos eventos se revisten de todas las funcionalidades mencionadas. Máximo Kirchner explica que las movilizaciones expresan el “poder territorial” de Cristina, como si ese poder consistiera, en pleno siglo XXI, en otra cosa que no fueran el control de estructuras, votos, recursos y cargos.
El kirchnerismo militante mantiene la consigna de “ganar la calle” (complementario a “la plaza es nuestra”) lo cual tiene al menos para mí una memoria emotiva sumamente negativa: es el lenguaje de las organizaciones independentistas paramilitares/filoterroristas en País Vasco: fascismo de izquierda (o sea, fascismo a secas).
El discurso grandilocuente de las marchas y movilizaciones K contrasta con su modesta funcionalidad real: evitar o por lo menos retrasar la disolución. Es difícil saber cómo evolucionen los acontecimientos, si estas convocatorias conseguirán catalizar el descontento o consolidar el liderazgo de la oposición.
Pero hay una fuerte probabilidad de que el kirchner-cristinismo termine como uno de los personajes de la entrañable Cinema Paradiso: el loco del pueblo que se la pasaba repitiendo a los transeúntes y a sí mismo: La piazza e mia!
En determinados contextos es fácil confundir la épica con la comedia.