El papa Francisco es, sin ninguna duda, una figura de importancia para el mundo occidental. Ahora bien, que además sea el primer Papa latinoamericano y argentino, revierte el mote de “apenas” una personalidad.
En primer lugar, porque pienso que en nuestra identidad nacional existe lo que podría llamar el síndrome capitán, que no es otra cosa que la búsqueda desesperada por una figura sobresaliente, reconocida en el mundo entero (“un orgullo nacional”), que parezca un poco genial, y que a pesar de estar rodeado de inútiles, nos sacará adelante.
Ese señuelo identitario, “maradoniano” hasta las tripas, individualista y salvador, entiendo que es lo que forja este fervor general (los fieles también están dentro de una estructura), el sentir de “hinchada”, la pasión coyuntural, desbordante por un Papa “nuestro”, o más nuestro que de otros.
Cierto es que la nacionalidad de Bergoglio no pueda determinar nada por sí mismo, pero al menos enciende un fósforo de esperanza en dos mil años complicados. Cierto es, además, que podrían esperarse cambios sociales y culturales, que algún sector progresista de la iglesia puede tener el deseo de concretar algunos viejos anhelos. Será ilusión, optimismo, verdad a un modo. La institución eclesiástica no da muestras de desamurallarse.
Como aparato dominante, fue cediendo en fuerza e importancia en el transcurso histórico, de modo que un fenómeno como éste le cae maravillosamente, el del “Papa bueno”, el de la festejada austeridad. Cuando en amplios sectores sociales existe una crisis de representación, la oferta del argentino triunfa, desde aquella noche en que la voz actuada y extravagante proclamó habemus papam.
En grupo se demandan signos, en la calle, en la tele, se reclama espectáculo. Se precisa un paradigma, sea religioso, político, deportivo, rockero, que nos haga pertenecer a algo para poder hacerle “el aguante”, y así, despersonalizarnos.