Nuestro cielo

Por Jorge Sosa - Especial para Los Andes

Nuestra provincia tiene muchas bellezas a flor de piel, quiero decir territorio arriba. Nombremos algunas: la Cordillera toda, con el Aconcagua incluido; la Laguna del Diamante, La Payunia enterita, el Cañón del Atuel,  por citar unos pocos. También tiene obras que hizo el hombre que nos llenan la vista de bondades: Agua del Toro, Valle Grande, Los Reyunos, por meternos con los embalses, pero también ciudades, como nuestra Capital donde pueden encontrar sustento nuestras mejores miradas.

Más, hay otro lugar, otro espacio, el más grande de todos, que encierra maravillas para empaparse entero de universo. Les cuento una anécdota: hace varios años atrás íbamos a actuar con Pocho, en pleno invierno, a la hostería de Puente del Inca, para los visitantes de la nieve que por esos lugares residían. El nuestro era un grupo de cinco: Pocho, yo y tres músicos. Partíamos de tarde y volvíamos a las dos de la mañana, aproximadamente.

Nos pasaba a buscar una Combi conducida por un gordo, ampulosamente gordo, que era el blanco de numerosas cargadas tanto de ida como de vuelta. Sin embargo, él no contestaba, él sonreía y se bancaba los ataques palabreros.

Una noche, de regreso a la ciudad, antes de llegar a Uspallata, las cargadas hacia el conductor adiposo arreciaron como una granizada de grueso calibre. De pronto, orilló la Combi junto al camino, detuvo la marcha, apagó las luces y dijo: “Todo el mundo abajo”. Pensé: “Se calentó el amigo” y sentí una especie de alivio porque ya tenía incorporado que el gordo no iba a contestar jamás las chanzas del grupo.

Hubo un silencio sólido invadiéndonos mientras bajábamos del vehículo. Volví a pensar: “Este es capaz de dejarnos a pata acá, en plena cordillera”. Pero al gordo querido lo guiaban otros propósitos. Cuando todos habíamos bajado y esperábamos al menos un insulto que equilibrara las cosas, el gordo querido, señaló hacia el cielo y simplemente dijo: “Miren”.

Entonces me di cuenta que yo no sabía nada del cielo de la noche. Ahí estaba el universo en plenitud, eran decenas de miles las estrellas que veíamos en ese cielo sin luna. Apabullante, conmovedor, aplastante, nunca imaginé que se pudiera ver así, en estado de estallido, lo que nos cubre por arriba. Nos quedamos varios minutos extasiados y si subimos otra vez a la Combi es porque el frío acosaba, sino, creo, todavía estaríamos allí. El gordo seguía con su sonrisa de siempre, nunca más justificada.

Fue tan impactante el espectáculo que nunca más volvimos a cargarlo al noble conductor, él nos había pagado con una belleza exquisita, única, nuestras menudas chanzas de viajeros.

Después me enteré, me dijeron, me informé de que el cielo de Mendoza, de toda esta latitud de América es uno de los más diáfanos del mundo, que por eso hay observatorios por todos lados: el Pierre Auger, el de Pampa de Leoncito en San Juan y el del Cerro Tololo en Chile.

Claro, en las ciudades, su propia luz impide que confrontemos con la noche y aunque estuvieran enteramente a oscuras miramos tan poco hacia arriba, que tal vez no nos daríamos cuenta.

Deberían existir excursiones turísticas nocturnas para que propios y visitantes vayan a contemplar el cielo de Uspallata sin luna. Es un espectáculo fascinante que bien merecer ser visto, al menos una vez. De hacerlo muchos descubrirían que no todo consiste en cemento, baldosas y asfalto.

Es la gran oportunidad de observar lo inconmensurable. No debemos olvidarnos que allá arriba están todas las respuestas.

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