Nisman en el país de los muertos vivos

Nisman en el país de los muertos vivos
Nisman en el país de los muertos vivos

Por Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar

Jeffrey Wigand fue un alto directivo y  bioquímico de la tabacalera Brown & Williamson, quien constató que la firma utilizaba secretamente una sustancia que incrementa la adicción al cigarrillo, la cual a la vez es generadora de cáncer. Cuando el científico es despedido de la empresa por suponerlo poco confiable, éste los denuncia con la ayuda de un periodista televisivo.

Gary Weeb fue un periodista norteamericano de investigación, ganador de dos premios Pulitzer, quien descubre que el gobierno de Ronald Reagan a través de la CIA había apoyado a  narcotraficantes centroamericanos para introducir droga en los barrios pobres de EEUU a cambio de que éstos los ayudaran en su lucha contra los sandinistas nicaragüenses.

La historia de sus vidas en la oportunidad en que decidieron jugárselas, fue contada en dos films: El informante (Michael Mann, 1999) y “Matar al mensajero” (Michael Cuesta, 2014).

A partir del momento en que propiciaron investigar al poder (privado en el primer caso, público en el segundo) tanto Jeffrey  Wigand como Gary Weeb sufrieron todo tipo de acosos personales, al punto tal que sus vidas fueron destruidas, sembrando un cono infinito de dudas sobre las intenciones de sus denuncias.

Se les detectaron supuestas amantes, se les descubrió hasta si habían fumado un cigarrillo de marihuana o si veían pornografía, se los desprestigió profesionalmente y moralmente de todas las formas posibles. No hubo aspecto de su existencia pública o privada que no fuera rastrillado con el fin de transformarlos en dos miserables que habían inventado todo por las más alevosas intenciones. Hicieron que hasta su propia familia dudara de ellos.

Gary Weeb, pese a sus numerosos antecedentes de excelencia periodística, perdió la confianza de todos sus colegas y pese a la contundencia de su investigación que lo llevó hasta a escribir un libro, se dijo que todo era una colosal mentira causada por intereses non sanctos.

Habiendo perdido trabajo y familia entró en una profunda depresión. Pocos años después apareció muerto de dos disparos en la cabeza. La conclusión judicial sobre su deceso fue que se trató de un suicidio. Un suicidio en el cual tuvo tiempo de pegarse dos balazos con total tranquilidad.

A Jeffrey Wigand le fue un poquito mejor en relación a Weeb ya que sobrevivió. Claro que antes debió contemplar cómo toda su vida personal desde la adolescencia era desnudada por los investigadores de la empresa tabacalera, que lo masacraron moralmente a partir de pequeños pecados privados magnificados al extremo.

Perdió toda posibilidad de trabajar en lo suyo y se divorció de su esposa, consiguiendo sólo trabajo como profesor de secundaria en un condado alejado. Pero al menos la tabacalera fue condenada y con el tiempo Wigand pudo recomponer su vida viajando por el mundo para explicar los males del tabaco.

Cualquier parecido entre los casos de Wigand y Weeb con el del fiscal Alberto Nisman es por supuesto comparable. Obedece a la misma lógica con que una y otra vez reacciona el poder cuando es acusado de cometer algún tipo de delito: jamás probar su inocencia sino siempre demostrar la culpabilidad (cualquiera ésta sea) del que lo investiga. Si se logra que la acusación al acusador sea más impactante que la acusación del acusador, ya no se necesitará demostrar nada y todo seguirá igual.

Sin embargo, a diferencia de los dos ejemplos citados, el de Nisman comenzó bastante antes a su acusación, y por razones eminentemente políticas, lo cual lo hace de una complejidad aún mayor en estos casos en los que el poder pone toda la carne en el asador para exterminar a cualquiera que ose cuestionarlo.

Nisman, mucho antes de su muerte física, comenzó su muerte política cuando dejó de ser necesario para el poder y, en consecuencia, empezó a ser un obstáculo para los nuevos objetivos del gobierno.

Eso ocurrió en el preciso instante en que Cristina Fernández decidió cambiar sustancialmente sus alianzas y estrategias internacionales aceptando las propuestas que desde tiempos de Néstor Kirchner, Hugo Chávez venía haciéndoles a sus amigos argentinos.

Propuestas imposibles de realizar sin reconstruir la alianza con Irán, país central para encarar un alejamiento de EEUU y Europa y un acercamiento a Rusia y China.

Desde allí, en el más profundo de los secretos (aunque un periodista, Pepe Eliaschev, lo descubriera desde sus inicios, lo que también le costó la difamación) se inició lo que a la larga sería la más cuestionada de todas las políticas del kirchnerismo: el progresivo acercamiento político con Irán, pese a que un fiscal de la Nación acusó a ocho de los principales dirigentes del régimen teocrático de ser los autores de la tragedia de la AMIA.

Desde ese preciso instante, Nisman pasó a ser si no la única, al menos la principal molestia para que esta disparatada nueva estrategia internacional de la Argentina pudiera comenzar a concretarse.

El poder gubernamental debió suponer que Nisman, convencido de la veracidad de sus imputaciones y de la fortaleza de sus pruebas (de las cuales durante el tiempo que le convino Néstor Kirchner también estuvo convencido), no se quedaría con los brazos cruzados esperando que se cumpliera un ridículo protocolo que sólo sería aceptado por Irán si se declaraba la inocencia de los sospechosos o si al menos se les retiraba su pedido de captura internacional.

Desde entonces, Nisman comenzó a investigar las razones de ese extraño pacto hasta que creyó tener las pruebas suficientes acerca de la decisión del gobierno argentino de buscar la impunidad, de querer acercarse política o económicamente a Irán desincriminando a los responsables del crimen de la AMIA, cosa que -obviamente- es muy difícil de probar judicialmente.

Y aquí es donde las cosas se ponen más oscuras aún: si es tan fácil, como todos dicen, desprestigiar la denuncia de Nisman, es incomprensible cómo el poder se ha propuesto borrar toda la investigación sin investigar absolutamente nada sobre la misma, como quien maldice a un libro al que jamás leyó, porque dice no gustarle el tema.

Lo que probablemente conduzca a otra sospecha aún más grave: que el verdadero deseo del poder político al atacar y difamar ferozmente a la persona del fiscal, más allá de desacreditar la investigación de Nisman sobre el encubrimiento argentino, lo que realmente desee es dejar de lado la investigación de Nisman sobre la AMIA, con lo cual se acabaría todo obstáculo para reiniciar una relación cordial con Irán.

En fin, que lo que está ocurriendo en la Argentina con Nisman sólo se diferencia de lo que ocurrió en EEUU con Wigand y Weeb en que nosotros somos la variante necrofílica. En el país del Norte al menos se los difamó en vida, acá lo hacemos después de muerto.

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