Murió el contrato educativo

Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com

La carta del profesor uruguayo donde explica por qué abandonó la educación convencido de que ya no es capaz de enseñar ni los alumnos capaces de aprender, tuvo inmensa difusión porque expresa contundente y emotivamente la crisis de nuestro sistema educativo. Criticar si está bien o mal haber renunciado, es quedarse en la superficie de las cosas. La carta no es una solución sino un acto doloroso que diagnostica con claridad meridiana un grave mal de época.

Algunos le replican, “conmigo no pasa eso. Yo soy un profesor que no renuncié a enseñar, o yo soy un alumno que no renuncié a aprender”. Los que le gusta mandarse la parte con sus supuestas excepcionalidades -aunque sean ciertas- si son tan inteligentes, deberían saber, además, observar sus alrededores para entender que la carta del profesor expresa la realidad de la gran mayoría de los casos.

Es cierto que estamos en un nuevo mundo debido a la inmensidad de los cambios, no sólo tecnológicos, que vivimos hace varias décadas. Un cambio epocal de tamaña magnitud precisa otro paradigma, en particular un nuevo paradigma educativo. Esto no quiere decir que se deba abandonar todo del anterior. Sobremanera, lo que fue arrasado no tanto por el cambio de tecnología sino por la anomia, la anarquía valorativa que nos acosa.

Algunos pedagogos hoy cometen un grave error al reivindicar una de las fórmulas de los gurúes del marketing: ésa que dice que al ser tan profundo el cambio ya no vale aprender de la experiencia anterior, porque demora, confunde, enseña a hacer cosas que ya no sirven. Eso es una estupidez. Siempre sirve la experiencia, porque ella no implica hacer lo mismo que antes sino aprender lo que nos legaron nuestros antepasados, aunque sea para contradecirlos. Que ésa es una de las grandes metas de la educación: transmitir los saberes acumulados de la humanidad.

Además, para volver a educar, lo principal es sumar lo mejor de cada tiempo en vez de lo nuevo contra lo viejo que nos proponen los tecnócratas. Tan malo como los nostálgicos que quieren volver a lo que ya no volverá pero hay mucho que recuperar. No las técnicas del pasado sino una actitud, un proyecto, el compromiso político de sus élites, el pacto de la comunidad educativa. Esos son temas permanentes. Sobre todo en la Argentina que tuvo uno de los mejores modelos educativos del mundo, tanto que incluso hoy muchos de los países más innovadores lo estudian, no para copiarlo sino para adaptar su espíritu al presente.

Lo que nos está ocurriendo es que se rompió el viejo pacto y aún no lo hemos sustituido por otro nuevo, que a la vez sea capaz de salvar lo permanente. Ejemplo: por más que a mí me guste trabajar, el trabajo -a diferencia del descanso- siempre requiere un esfuerzo. Incluso para hacer lo que a uno le gusta, hay que obligarse. Así suele ser la vida. Entonces hay que preparar al alumno para soportar el cansancio, para hacer algo menos agradable que el puro placer que da, por ejemplo, chatear en el celular. Aunque es mejor que las clases sean amenas, lo esencial es educar para las dificultades que demandará la vida. Hay que educar, además, para reconocer la autoridad, que no significa bajar la cabeza ante los poderosos sino inclinarse ante el saber, ante quien está encima de uno pero por el mérito, el logro, el esfuerzo, la voluntad.

En otras palabras, claro que en la transición algunos se quedan atrás y otros quieren volver atrás pero lo cierto es que con el cambio también se extraviaron cosas que nunca debieron extraviarse y que hay que recuperar, como el esfuerzo, la autoridad, el orden, un proyecto o idea global, sin los cuales es imposible construir un nuevo contrato educativo que remplace al que estalló.

En ese sentido, la carta del profesor uruguayo es una metáfora perfecta de la ruptura de ese contrato. Él no lo pudo cumplir porque ya no existe. Casi nadie aprende ni casi nadie enseña, y no se trata sólo de adecuar conocimientos, métodos o tecnologías. Se trata de establecer primero, deberes y derechos de cada parte. Luego veremos cómo nos adaptamos a enseñar lo que ocurre en el mundo concreto que nos tocó vivir teniendo siempre en cuenta que la escuela no es el mundo. Es un laboratorio, un artificio humano que prepara para el mundo. No debe ser una copia del mundo sino una preparación para él. Eso supone valores que sobreviven a los cambios de paradigma y saberes que vienen desde los tiempos remotos. Así como la política no cambió mucho en lo conceptual de cómo la explicaran Aristóteles o Maquiavelo, la educación sigue teniendo muchísimo que ver con cómo Platón contaba que la ejercía Sócrates. Sócrates sigue siendo más importante para la educación que todas las nuevas tecnologías. No se trata de contradecir uno a las otras, pero sí de priorizar.

Con el contrato social roto, el hombre vuelve a ser lobo del hombre; eso se reitera en la escuela donde con el contrato educativo roto, los padres se enfrentan con los maestros, los políticos quieren ocultar los malos resultados y los alumnos se aprovechan de todo ese caos entre los adultos.

El contrato educativo, como el contrato social, es un pacto entre lo mejor del pasado y lo mejor del presente, donde se elimine lo que ya no sirve del pasado pero donde lo que aún sirve de lo viejo limite los excesos de lo nuevo.

No me gustan los que dicen que quien no entiende las nuevas tecnologías no entiende el nuevo mundo. Hay que entender primero cosas mucho más profundas. Menos me gustan los nuevos maestros Siruelas que dicen que con ellos los alumnos son maravillosos. Eso suena a demagogia. Además, en la vieja escuela normalista no todos los maestros eran buenísimos pero el sistema estaba preparado para que enseñaran todos. De lo que se trata, entonces, es de crear un sistema en el que enseñar y aprender sea posible aunque no todos los maestros ni todos los alumnos sean geniales. Pero hoy no hay sistema, estalló por los aires, por buenas y malas razones. Lo único cierto es que hay que construir otro.

Lo malo de ayer fue confundir muchas veces autoridad con autoritarismo. Lo malo de hoy es negarse a valorar la experiencia del pasado.

Lo bueno de ayer fueron los padres y maestros unidos a favor del alumno, pero sin ser sus cómplices ni los que le hacen todo fácil. Lo bueno de hoy es que el conocimiento y la información están en todos lados, sobreabundan, por lo que más que buscarlos hay que saber ordenarlos.

La malo de siempre consiste en las dificultades que tienen los alumnos, no tanto para acumular conocimientos sino para interrelacionarlos, y eso no lo logra ningún aparato sino maestros que desarrollen la inteligencia y el pensamiento lógicos.

Porque además de transmitir la sabiduría de toda la humanidad, la otra gran meta de la educación es encontrar lo que existe adentro de cada chico para sacarle afuera lo mejor de sí. Y para eso lo esencial e irrenunciable son dos seres humanos frente a frente: el que enseña y el que aprende. Desde antes de los griegos hasta hoy, y quizá hasta la eternidad.

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