Los zapatos marrones y el clasismo

El poder se empeña en perpetuarse, y las grandes familias son las que manejan el poder en todas partes. El clasismo, según un estudio, llega a discriminarte por el color de tu calzado.

Siempre he sido muy anglófila, aunque ahora el Brexit me lo está poniendo bastante difícil. Pero incluso en mis momentos de máximo amor a los británicos no dejaron de chirriarme dos rasgos negativos que me parece que tienen: el racismo y el clasismo.

El primero, por desgracia, está en plena expansión tras la salida de la UE: las agresiones contra extranjeros, sobre todo polacos, se multiplican con progresión geométrica, y el país parece recular hacia un retrogradismo isleño y xenófobo.

De seguir así, dentro de poco podrán volver a sacar un titular tan elocuente y tan famoso como aquel de The Daily Mail en los años treinta: “Niebla en el Canal, el continente aislado”. No hay como ensimismarse en la contemplación del propio ombligo para volverse tonto.

En cuanto al clasismo, lo extraordinario es que sigue manteniéndose firme a lo largo del tiempo, sin que el empuje igualitario de la democracia lo atempere.

De todos es sabido que los ingleses catalogan tu clase social simplemente por tu forma de hablar. Da lo mismo que hayas estudiado una carrera universitaria, por ejemplo: de todas maneras saben que no te expresas como los ricos. Deberían ser todos lingüistas, con ese oído tan fabulosamente entrenando para los matices.

La Comisión de Movilidad Social de Reino Unido acaba de publicar un informe sobre el sector financiero que demuestra que la discriminación clasista es la norma en ese ambiente.

El informe está lleno de ejemplos, pero sobre todo me espeluznó un detalle: si alguien va buscando un trabajo en la banca y lleva zapatos marrones, lo más seguro es que no consiga el puesto. ¿No es brutal? Ya puedes tener un currículo académico brillante, una mente lúcida, una personalidad adecuada.

Si calzas zapatos marrones estás perdido, porque demuestran que eres de clase baja. Me imagino al de recursos humanos inclinándose subrepticiamente a mirarle los pies al ­candidato. Aunque no, seguro que lo hará con naturalidad, que le resultará fácil, que será una percepción de “clase” para la que han desarrollado afinadas antenas, igual que el oído para apreciar los acentos.

¿Por qué unos zapatos marrones han de ser peores que los negros? ¿Quién decide cuál es la etiqueta, qué es lo óptimo y lo inaceptable, qué corbatas te convierten en uno de los nuestros y cuáles no? “Desde mi experiencia, [los estudiantes no privilegiados] no tienen un buen corte de pelo.

Los trajes siempre les quedan demasiado grandes y no saben qué corbata llevar”, dice en el informe un empleado de banca. Y uno de los jóvenes que pidió un empleo y fue rechazado explica que quien le entrevistó le dijo: “Ha respondido muy bien y es usted claramente muy agudo, pero no se ajusta del todo a este banco. No está suficientemente pulido. A ver, ¿qué corbata lleva puesta? Es muy chillona”. Se trata, como se ve, de las contraseñas de una mafia, de una logia secreta. Pequeños signos, convenciones banales que les permiten reconocerse entre sí y seguir manteniendo el poder para siempre jamás.

Puede que Reino Unido sea uno de los países más clasistas y con menos movilidad social dentro del mundo industrializado. España, en comparación, es más igualitaria, y Estados Unidos se esfuerza por cultivar la meritocracia. Pero no cabe duda de que, de todas formas, el poder se empeña en perpetuarse, y las grandes familias son las que manejan el cotarro en todas partes.

Y lo peor es que ese rechazo social es muy importante y puede resultar devastador. El neurocientífico David Eagleman, en su ensayo “Incógnito” (sí, ya sé que cito mucho ese libro maravilloso), nos dice que los científicos llevan años buscando los genes que propician la esquizofrenia y que han encontrado algunos, pero que ninguno influye tanto como el color del pasaporte que uno tenga, porque, según estudios llevados a cabo en diversos países, “los grupos de inmigrantes que más se diferencian en cultura y apariencia de la población anfitriona son los que exhiben más riesgo”.

O sea, el rechazo social perturba el funcionamiento normal de la dopamina y predispone a la psicosis. La salud de los poderosos frente a la enfermedad de los excluidos: también hay datos sobre eso, y son penosos.

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