Los jóvenes devotos

Los jóvenes devotos
Los jóvenes devotos

Brecha generacional
Uno los ve en el curso, todos los años. No son la mayoría ni tampoco muchos (en la carrera de Filosofía presumimos de ser muy críticos), pero siempre hay. Podría nombrarlos. Uno los oye opinar, tomar posiciones, participar en las redes sociales. Tomar partido con más o menos vehemencia, a veces con una pasión digna de mejor causa.

Suponiendo que el despertar de la conciencia política ocurre alrededor de los 18 años, existe una franja de jóvenes de aproximadamente entre 18 y 30 años cuya única experiencia política es la del kirchnerismo.

Su conocimiento sobre los períodos anteriores es indirecto y responde a la reconstrucción tendenciosa de las usinas de propaganda del actual gobierno. Asumen sin problemas el mito de refundación del país en 2003. No tienen una referencia externa que les dé distancia u objetividad fuera de su propia experiencia.

Después hay otros, un poco mayores, de largo desafecto/abulia y desperezamiento político tardío que, a efectos prácticos, carecen de toda memoria anterior, excepto la crisis de 2001. Al haberse estabilizado profesional o laboralmente en estos años, creen que le deben todo a Néstor y Cristina (ojo: a veces es cierto). Son muestra de una cultura política inmadura, escasamente desarrollada.

Por contraste, quienes despertamos políticamente a principios de la década de 1980, cuando cumplimos 30 habíamos vivido la fase terminal del Proceso, el trauma de Malvinas, las esperanzas renovadas de la democracia, la debacle del alfonsinismo, el ascenso y la declinación del menemismo. Para los que somos de esa generación, no puede haber adhesión incondicional al kirchnerismo que no sea interesada o culposa.

El poder de las palabras
Aquí están, estos son: los jóvenes K. Combinan la estética revolucionaria e inconformista con razonamientos legitimantes del poder y ajuste automático a las directivas del gobierno y sus órganos de prensa: look guevarista y disciplinamiento estalinista.

Del peronismo apenas conservan el folclore y el verticalismo. Sus autores, lecturas, referentes ideológicos o programas son sorprendentemente homogéneos. El viejo cancionero de la izquierda latinoamericana les queda lejos: ni Violeta Parra ni la Negra Sosa ni Viglietti ni la Trova Cubana.

Escuchan la Mancha de Rolando, los Fundamentalistas del Aire Acondicionado (toda una declaración) y otras bandas domesticadas del rock nacional.

Han perdido todo prejuicio ideológico contra el rock anglosajón. Tampoco conservan los venerables hábitos anticonsumistas de la izquierda revolucionaria.

Hacen profesión de fe de los otros gobiernos “progresistas” del continente: Fidel, Maduro, Evo, Correa. Un escalón más abajo, el Pepe Mujica y Dilma. Ninguno de estos regímenes parece generarles una sombra de crítica o prevención.

Están ansiosos por pertenecer a algo grande, a ser parte de un proyecto: el Gobierno satisface puntualmente esa demanda. Su relación con el poder es compleja. No poseen las saludables sospechas de la izquierda hacia todo poder constituido: adhieren a la lucha que el Gobierno presume llevar a cabo contra supuestos poderes fácticos pero aprovechan los beneficios que les brinda un Estado bonachón (con ellos).

Creen que todo tiene dos versiones antagónicas (ni una, ni más de dos) y es preciso tomar partido por una de ellas. Asumen la fragmentación del espacio público: todo argumento contrario cae automáticamente bajo la sospecha de ser falso o malicioso. En el plano de la comunicación, criminalizan al oponente político: para ellos todo adversario político es representante de un interés espurio.

Han internalizado de forma extremadamente natural la vinculación entre militancia y cargo público. No hay para ellos compromiso desinteresado: esta convicción puede darse en el plano de los hechos como en el de las aspiraciones.

Esta última característica, junto al férreo verticalismo, les crea una sensación de pragmatismo político que parece no entrar en colisión con los ideales.

El resultado es, no obstante, un conformismo acrítico. Su obediente silencio ante las vergüenzas inocultables del poder lo dice todo.

Pero lo que más los caracteriza es una fe (muy juvenil, por cierto) en el poder de la palabra para reflejar y transformar la realidad. Están convencidos de que el relato K efectivamente la describe y sirve para cambiarla.

No quieren o no pueden tener acceso al estado de las cosas como no sea a través de la versión oficial (“este modelo llegó para quedarse, no hay otro mejor”, dice el pobre Brancatelli). Su capacidad analítica se limita al intercambio de discursos opuestos. No aguantan bien la intemperie del planteamiento crítico, la soledad del intelectual.

El kirchnerismo como movimiento juvenil
Si se mira el otro lado del fenómeno es necesario preguntarse por la vocación juvenil del kirchnerismo. ¿Desde cuándo se convirtió en una alegre estudiantina política? Porque esto no fue así desde el principio. En realidad, responde a la dinámica de los procesos políticos sometidos a un fuerte desgaste en la praxis del poder o a planes de hegemonización permanente (el "vamos por todo" de la Cristina triunfalista de 2011).

Durante los últimos meses de la guerra, obligado por la cantidad de bajas de sus fuerzas, Adolfo Hitler no dudó en enviar al frente a niños y niñas de apenas 10 años con equipamiento precario e instrucción militar prácticamente nula: un matadero sin esperanzas de victoria.

En otra escala y con menor dramatismo, el alfonsinismo tuvo que apelar a la reserva de los chicos de la Junta Coordinadora Nacional cuando empezó a “quemar” dirigentes, cuadros y técnicos durante los últimos años de su mandato. En el escenario local un ejemplo digno de mención fue la fase conclusiva del gobierno de Arturo Lafalla, después de una larga década de gobernadores peronistas.

Puede decirse que el kirchnerismo entró en ese proceso a partir de la derrota electoral de 2009. La tendencia se profundizó después de la reelección de Cristina, en 2011. Se combinaron las dos causas: desgaste y hegemonización.

El kirchnerismo no se aparta de la dinámica propia de estas fases del poder. La juventud, en este contexto, se muestra particularmente apta: a la lealtad le suma la maleabilidad. Un aspecto que lo destaca, no obstante, es la manipulación sistemática y deliberada de jóvenes mediante el uso concurrente de la propaganda y los beneficios personales.

Nunca antes los resortes principales del Gobierno y la Administración habían estado tan repartidos entre jóvenes que difícilmente pueden justificar sus cargos en razón de su eficiencia, capacitación o experiencia.

Este “giro juvenil” incluso se ha sustentado teóricamente: Florencia Saintout, decana ultra K de la facultad de Comunicación de La Plata, ha desarrollado una crítica de la “adultocracia”. Un caso flagrante de “peda-demagogia”: una demagogia destinada a los jóvenes.

Afortunadamente, como casi todas las cosas en la vida, el kirchnerismo tiene cura. También se vuelve de allí. Hay que dejar al tiempo hacer su labor.

La caída del relato dejará a la vista una realidad raquítica, un cuerpo enfermo, una sociedad agobiada por problemas graves ignorados e inatendidos, viejos y nuevos. Entonces, muchos podrán observar las cosas sin cosmética ni prismas deformantes. Otros, presos de su inmadurez política, preferirán creer que lo que ven es obra de los que sucederán a los K.

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