Los años 70, Perón, Balbín y los que no los entendieron

En los dos domingos anteriores, nuestros columnistas Luis Alberto Romero y Fernando Iglesias escribieron sobre los años 70. Ahora lo hace Bárbaro.

Por Julio Bárbaro - Político y ensayista. Especial para  Los Andes

Hay  temas que se gastan o saturan sin llegar siquiera a un respetable nivel de comprensión. Los setenta se revelan  por etapas. Primero fueron los Derechos Humanos y la conciencia de la atrocidad del Estado que dejó al desnudo el verdadero rostro de la dictadura en el relato de las víctimas. Es la etapa del juicio histórico a lo peor de nuestra sociedad, que fueron demasiados y hoy ninguno se hace cargo. Luego vendrá un tiempo con autores que pusieron el acento en la crítica a la demencia de la guerrilla.

Por ese camino y con ambas miradas podríamos haber arribado a una madura comprensión de ese tiempo. Pero vendrá el kirchnerismo a sacar los derechos humanos de su lugar de respeto colectivo para convertirlos en una simple reivindicación de un sector.

Esto llamó la atención del mismo Tzvetan Todorov primero y de David Rieff hace unos días. Ambos se asombran del intento de imponer los derechos humanos como el triunfo y el elogio de uno de sus actores. Un camino infalible hacia la eterna vigencia de la fractura. La pretendida teoría de los dos demonios puede acertar en demonizar a la dictadura pero de ello no puede surgir la concepción del virtuosismo de la guerrilla.

Los setenta nacen en el sesenta y seis, con Onganía y la “noche de los bastones largos”. Al destruir la universidad dejan una generación sin futuro. La idea de una dictadura permanente, copia del Franco en España, es la imagen del peor atraso. A los pocos días se repartía el libro de Regis Debray “Revolución en la revolución”, el Mayo en París va a reflejarse en “el Cordobazo” y desde ese hecho la guerrilla convoca a la mayoría de la generación. Era un mundo donde avanzaba el comunismo, desde la URSS a China, desde Cuba a Vietnam y la violencia aparecía como el gestor del futuro revolucionario.

Perón va a ser el último en intentar evitar el enfrentamiento al ofrecerles a los montoneros un espacio importante de la democracia que conduce. Es la guerrilla la que no comprende ese lugar y continúa reivindicando la violencia.

El triunfo del peronismo contiene ese conflicto. Perón les cede a los grupos guerrilleros enormes espacios de poder: las gobernaciones de Buenos Aires, Córdoba y Mendoza son un sobrado ejemplo de ello. Pero ellos siguen con su tesis de que “el poder está en la boca del fusil”. Desde la liberación de los presos hasta su participación central en el proceso electoral hay un enfrentamiento latente que va a terminar estallando con el asesinato de Rucci.

Ellos sostienen la absurda idea de que puede ocupar el poder democrático mientras ejercen la violencia política. Ellos imaginan que el golpe va a favorecer su desarrollo militar. Perón se había cansado de explicarles que no era posible derrotar a un ejército regular. Ellos lo intentaron sin siquiera llegar a herir el poder de su enemigo. Soñaron una guerra y terminaron siendo víctimas de una cacería. Y lo que es peor, con una conducción que no tiene autoridad moral ni política para transformarse en opción, ni siquiera para asumir una autocrítica semejante a la de los Tupamaros.

La deformación de “Ezeiza” producida por Verbitsky y “El presidente que no fue” de Miguel Bonasso imponen las bases para sustituir al peronismo por el relato de la guerrilla. Luego aparecen los Kirchner que utilizan esa deformación del pasado para encubrir su más absoluto pragmatismo. Y un peronismo de burócratas que canjea los cargos y las rentas que ellos generan a cambio de la misma deformación de sus ideas.

Menem asumió la traición de expresar un liberalismo colonial, los Kirchner asumen un izquierdismo que jamás fue peronista cuando tenía vigencia histórica y lo terminan convocando cuando está más cercano al cocoliche que a la propuesta. Una cosa son los gobiernos progresistas de Uruguay y Chile y otra muy distinta el grotesco de Venezuela y los Kirchner.

La guerrilla nace como fenómeno separada del peronismo, ingresa al mismo asesinando a Aramburu y será expulsada al asesinar a Rucci. Una violencia sin ideas, una conducción sobreviviente que es impresentable, un dolor de los desaparecidos que termina sustituyendo al relato de la revolución, ahora convertida en resentimiento. Victimarios convertidos en víctimas, clase media intentando sustituir el protagonismo de la clase trabajadora. Ezeiza o Cámpora son el error de imaginar que la guerrilla es la protagonista principal, la vanguardia iluminada, los que van a sustituir al General y a su pueblo.

Nunca la violencia fue expresión de conciencia política; en rigor fue tan sólo una limitación a la comprensión del valor de la democracia. Y ellos cayeron en el error del terrorismo, después de ser expulsados de la Plaza quedaron sin rumbo ni destino. Que su conducción haya sobrevivido y no sea siquiera respetada expresa la dimensión de sus errores. Se trata de una guerrilla que se reivindica en los deudos, Madres y Abuelas. El dolor de la tragedia ocupa el lugar que deja libre el pretendido proyecto revolucionario.

El abrazo de Perón con Balbín es la expresión del más alto nivel de conciencia. La confrontación entre la guerrilla y las fuerzas armadas expresa el enfrentamiento entre dos proyectos elitistas destinados a desaparecer. Sin duda los peores son los que usan el Estado para asesinar, pero ese indiscutible demonio no santifica al grupo equivocado que colabora en justificar su demencia.

La guerrilla tiene héroes pero no ideas, doloroso pasado junto a imposible futuro. Demasiadas vidas para terminar en el uso de sectores que solo se ocupan de parasitar ese dolor para convertirlo en rentable. Su final junto a lo peor de la política desnuda la supremacía de la ambición sobre la propuesta.

De los setenta debemos recuperar la madurez política de Perón y Balbin, que seguimos necesitando, que continuamos sin asumir. El movimiento nacional necesita de radicales y peronistas, de conservadores y liberales, esencialmente de aceptar que hay una concepción nacional y otra colonial, y que la violencia de ayer o la confrontación de hoy no resuelven ni entienden ese conflicto. Arribar a una comprensión compartida y seria del pasado es imprescindible para ser adversarios que colaboran en el presente pero también para generar juntos las políticas de Estado que merece el mañana.

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