Las mujeres en la Iglesia Católica

Una de las grandes "revoluciones" operadas después de la segunda guerra mundial ha sido -y es-, sin lugar a dudas, la progresiva, multiplicada y bien visible irrupción de las mujeres en las distintas actividades y profesiones del espacio público social. No digo que, con anterioridad y en distintas épocas,  muchas mujeres hayan estado ausentes de dichos espacios públicos. Baste recordar la actuación histórica de heroínas políticas y militares, de reinas, literatas, médicas, artistas, sicólogas, sociólogas, etc.

Utilizo el vocablo "irrupción" porque ha sido la decisión, la voluntad y la valentía puestas de manifiesto por las mujeres las que les han hecho posible abrirse paso en una sociedad cerradamente machista. No ha sido una gratuita benevolencia o un efectivo reconocimiento de la dignidad y de los derechos de las mujeres por parte de los varones.

El feminismo, en su significado original, es un movimiento social que ha luchado por los derechos humanos de las mujeres y ha conseguido establecerlos en las legislaciones de los países, garantizando que sean reconocidos y se pueda exigir su cumplimiento. Sabemos, sin embargo, que más difícil que hacer o cambiar leyes, es cambiar mentalidades. Y la mentalidad machista -introyectada en varones y mujeres- hace más difícil esa puesta en práctica de los derechos de las mujeres en la sociedad y en las iglesias.

Si bien, en el último medio siglo, se ha avanzado mucho -en las costumbres y en las legislaciones- con el reconocimiento social de la igualdad personal y  de derechos de mujeres y varones, aun quedan varios nichos y resabios de toda una cultura machista. No los de menor incidencia e importancia, los referidos a las religiones en general y a la iglesia católica en particular.

Es del caso recordar que Jesús de Nazaret hizo trizas toda una legislación y tradición de su tiempo al admitir a mujeres y varones como seguidores suyos y como compañía normal durante su vida de peregrino, maestro y predicador por las tierras de Palestina. Al tiempo que, reconociendo la igualdad de derechos de ellas con los varones, a muchas salvó de la impiadosa ley mosaica. Por su parte, las mujeres -incluida su madre- estuvieron presentes en momentos muy importantes de la vida del Nazareno.

Los Evangelios muestran, respecto de la mujer, una actitud nueva y positiva, libre de prejuicios: Jesús habla en público con mujeres, comportamiento que en la época se consideraba poco digno de un maestro.

Él se opone a todos los hombres que en nombre de la ley judía querían condenar a la adúltera, defiende el gesto afectuoso de María de Betania contra las críticas, alaba en la pecadora arrepentida una actitud de amor muy superior a la de Simón el fariseo y, en el tiempo de la resurrección, se aparece a María Magdalena antes de mostrarse a los apóstoles.

Esta última elección es, tal vez, la más significativa: Jesús confió a María Magdalena el primer mensaje de la resurrección, sobre el cual se funda el cristianismo, y su testimonio se difundió en el mundo entero mediante el anuncio evangélico.

Con toda certeza, el hecho histórico de que entre los "apóstoles oficiales"  que eligió Jesús solo hubiese varones, obedeció a que -en aquel entonces- la presencia y la autoridad de la mujer eran tenidas como no dignas en la sociedad, lo que hubiera hecho muy difícil la continuación del Movimiento que él inició. De hecho, el apóstol Pablo -convertido desde un riguroso grupo de fariseos- fue quien más se opuso a la participación activa de las mujeres en la naciente Iglesia.

No obstante ello -y según expresan varios historiadores y teólogos- de la Mano de María Magdalena las mujeres se fueron abriendo paso, y en los primeros siglos del cristianismo llegaron a ocupar "servicios o ministerios" que fueron muy útiles y necesarios en las comunidades. Es a partir del siglo cuarto cuando el patriarcalismo y el renovado machismo hicieron desaparecer a las mujeres de los estamentos ministeriales de la Iglesia , relegándolas a la vida de los monasterios y conventos o a ser servidoras de la jerarquía.

El 12 de mayo de 2016, en ocasión de la audiencia general a las Superioras generales de las Órdenes religiosas, una hermana preguntó al papa Francisco por qué las mujeres estaban excluidas de los procesos de decisión en la Iglesia y de la predicación en la celebración eucarística, siendo así que, según sus mismas palabras, "el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida de la Iglesia y de la sociedad".

En su respuesta, Francisco hizo referencia a la existencia de diaconisas en la Iglesia antigua, agregando que: "quisiera constituir una Comisión oficial que pueda estudiar la cuestión; creo que hará bien a la Iglesia aclarar este punto; estoy de acuerdo, y hablaré para hacer algo en este asunto". Tres meses más tarde, el 2 de agosto, el Papa hizo honor a su compromiso e instituyó la Comisión para estudiar el tema del diaconado femenino, sobre todo en la historia. Desde entonces, la Comisión -en la que participan laicos y laicas, religiosos y religiosas- está abocada a la tarea encomendada.

En las últimas décadas se ha tomado conciencia de que hablar sobre Dios no es algo ajeno a la realidad y por eso han surgido muchas preguntas sobre de qué manera la religión contribuye a transformar las situaciones que no son dignificantes para las personas. En el caso que nos ocupa, intentamos vivenciar de qué manera lo que decimos sobre Cristo contribuye a la dignidad de la mujer.

Por la educación recibida en la Iglesia Católica , las mujeres han sido más propensas a vivir el lado de sufrimiento y resignación que puede verse en la Cruz de Jesús. Mucho menos el lado de profecía y compromiso, que fue lo que hizo que Jesús fuera condenado a la muerte en cruz. Cuando se mira la cruz desde la dinámica de recuperación de la dignidad de las mujeres se comprende que la predicación de la Cruz tiene que tener más el aspecto de compromiso que el de aguante y resignación a su suerte.

Con el "empujón" que el Papa Francisco está dando a la presencia y a la acción de las mujeres en la iglesia, se abren nuevas dimensiones que potencian la experiencia de fe y la hacen más significativa para el mundo de hoy.

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