En Rusia, plena guerra civil, un hombre mata a un jinete desconocido. Años más tarde, en París, lee un cuento donde se describe con absoluta presición ese asesinato desde el punto de vista de la víctima. Cómo y por qué ocurrió hecho tan poco habitual conciste –en un principio, y sólo en un principio- la trama del libro, escrito entre 1947 y 1948, tiempo en que su autor, Gazdanov, exiliado ruso, trabajaba por las noches como taxista.
A menudo se ha vinculado esta novela-problema con la expresión “thriller existencial” (léase Albert Camus, pero también Boris Vian) o “metafísico”, por su fuerte carga moral. Presumiblemente se trate de una muy bien escrita novela de género cuasi policial con aspiraciones nihilistas. Su descenlace, su ambiente sórdido ajustado a un argumento cerebral, recuerda a muchos de los títulos alguna vez seleccionados por Borges y Bioy, para la colección El séptimo círculo.
Ese malestar filosófico con tintes sartreanos que atraviesa la obra y ubica a su protagonista a la altura de Roquentin, sin ir más lejos, está fuertemente vinculado con la escuela fenomenológica de entreguerras.
Ésta, concebía a la realidad como producto del azar y su consecuente fatalidad. Beckett y el teatro del absurdo de Ionesco, por ejemplo, más tarde ingeniarían procedimientos concluyentes a través de obras insoslayables como “La cantante calva” y “Esperando a Godot”. Pero aquí Gazdanov representa su tesis a través de un puñado muy reducido de personajes que se manejan a ciegas, impulsados hacia la existencia, ansiosos por otorgarle cierta sensatez a sus destinos patéticos y vacíos.
Desde el plano formal, y haciendo gala de una envidiable inventiva, Gazdanov lleva al lector a través del mundo de la causalidad –“toda vida humana está ligada a otras vidas humanas, y cada una, a otras más”-, obligando a multiplicar sus recursos para aclarar el hecho decisivo. Su gran catalizador (y mejor logro) es Elena Nikolayevna, personaje bisagra y amante de la caprichosa improvización, quien revela parte de los mecanismos estructurales de la realidad, el modo irónico con que el tiempo corrosiona el espíritu, gradualmente, hasta su último aliento. Augusto Munaro