Por Fernando Iglesias - Periodista. Especial para Los Andes
Durante el año 2007, como miembro de la Coalición Cívica, participé de la campaña de Margarita Stolbizer como candidata a la gobernación de la Provincia de Buenos Aires. Margarita salió segunda con 16,6% de los votos, muy detrás de Daniel Scioli pero por encima de Francisco de Narváez, uno de los principales candidatos actuales a la gobernación.
Era la segunda candidatura de Margarita después de la de 2003, en la que compitiendo por la UCR obtuvo el cuarto lugar con 8,97% de los votos. Y en 2011, con el FAP, Margarita fue tercera con un porcentaje electoral de 11,7%. Fueron tres campañas heroicas, en las que se enfrentó con pocos medios a candidatos amparados por el poder nacional y el de las mafias locales, y desarrolladas con una acabada conciencia de la imposibilidad de acceder a la gobernación.
En febrero de este año, sin embargo, en el marco de candidaturas entre débiles y ridículas a la gobernación del principal distrito argentino, encuestas confiables daban primera a Margarita con 18% de las intenciones de voto, cifra congruente con el 11-15% que le otorgan las encuestas provinciales a su candidatura a presidenta, hoy.
Por primera vez en su vida, quiero decir, Margarita Stolbizer tenía una posibilidad real de gobernar su provincia y de hacer algo para rescatarla de los veintisiete años de pejotismo que la han llevado de ser la más rica del país a convertirse en un antro de corrupción, pobreza, narcotráfico, crimen organizado, clientelismo, patotas bravas y policías más bravas todavía, y en el principal problema nacional.
La pregunta obligada es: ¿por qué? ¿Por qué una dirigente política preparada, honesta y bienintencionada renunció a toda posibilidad de disputar el cargo político por el que batalló infructuosamente durante más de una década en el momento mismo en que tenía las mejores posibilidades de alcanzarlo, para abrazarse a una candidatura a la Presidencia imposible y cuyos eventuales votos irán a desangrar el frente opositor?
Costosas operaciones encuestológicas y mediáticas comienzan a diseñar renuncias aún peores hoy, cuando aparece en el horizonte una alternativa republicana al monopolio del poder que el peronismo ha ejercido estos últimos veintiséis años, con veinticuatro años de gobiernos nacionales peronistas y dos (los de la Alianza) con mayoría en el Senado y los gobiernos provinciales y control total de los sindicatos, la Policía de la Provincia de Buenos Aires y la calle.
Repasemos la situación. Para que vuelva a triunfar el peronismo con alguno de sus dos candidatos, Massa y Scioli, tiene que darse una de estas opciones: 1) que los dos superen al acuerdo Pro-Coalición Cívica-UCR y se produzca un balotaje entre ambos; 2) que triunfe uno de ellos en la primera vuelta con más de 45% de los votos, o más de 40% y 10% de distancia sobre el segundo, gracias al indigno sistema electoral que otra notoria renuncia al poder de la oposición, el Pacto de Olivos, nos legó.
Ninguna encuesta -ni siquiera las muchas diseñadas para favorecer a Scioli- esboza alguno de estos escenarios. Ni Scioli tiene posibilidades de alcanzar 45%, ni es probable que supere por diez puntos al segundo o que el Frente Renovador massista ocupe el segundo lugar en la primera vuelta. Por lo tanto, un balotaje con un candidato republicano y otro peronista es hoy, por diferencia, el escenario más posible; lo que le daría a los ciudadanos argentinos la posibilidad de optar entre la continuidad del Pejota y una salida hacia una Argentina republicana, pluralista e integrada al mundo y al siglo XXI.
Presurosos, aquellos mismos que en tiempos militares proclamaban que la Argentina no estaba preparada para la democracia y hoy dicen que a este país sólo el peronismo lo puede gobernar corrieron a desbaratar la terrible amenaza de que el peronismo se presente dividido a una elección y la oposición, no. Tan agobiante perspectiva, planteada por primera vez en la historia nacional, los ha llevado a propiciar dos alternativas: que el Pro, la Coalición, la UCR acepten a Massa como competidor a la Presidencia en las PASO, o que Massa sea su candidato a gobernador de la Provincia de Buenos Aires.
Ahora bien, dejemos de lado toda objeción política al ex director de la Anses kirchnerista de 2003, candidato testimonial kirchnerista de 2005 y 2009, jefe de gabinete kirchnerista de 2009, e introductor de su sucesor, Amado Boudou, en los círculos áulicos de la revolución nac&pop. Supongamos también que la inclusión del candidato de los barones peronistas del conurbano no provocase una previsible explosión del espacio opositor y consideremos pragmáticamente las consecuencias prácticas de ambas estrategias.
Primero, aceptar a Massa en las PASO como candidato es darle al peronismo la posibilidad de llevar dos candidatos peronistas a la primera rueda electoral, si Massa ganara; o reunificar al peronismo detrás de la candidatura de Scioli (perdiendo además buena parte de las garantías de fiscalización en la Provincia de Buenos Aires), si Massa perdiera. Un gran negocio, como se ve.
Segundo, incluir a Massa en las PASO como candidato a la gobernación de la Provincia de Buenos Aires es, sencillamente, activar la cuenta regresiva del mismo reloj detonador que hizo explotar la bomba en 1989 y 2001. ¿Tan rápido nos hemos olvidado de que los dos últimos gobiernos no peronistas fueron derrocados, según confesión pública de la Presidente de la Nación, por un “manual de saqueos, violencia y desestabilización de gobiernos” organizado por el peronismo de la Provincia de Buenos Aires? Repasemos el núcleo de su declaración, emitida en diciembre de 2012 por cadena nacional: “La verdad es que no fueron espontáneos los saqueos que terminaron con el gobierno del doctor Alfonsín. Todos lo sabemos... Lo mismo pasó en 2001... Sabemos cómo se organizó eso. Sabemos quiénes eran los actores. Sabemos que comenzó en la Provincia de Buenos Aires... bueno, toda la vieja historia que ya conocemos los argentinos”. Los comentarios sobran.
Desde cierto punto de vista, Beatriz Sarlo tiene razón: a Margarita Stolbizer le hubiera ido mejor en un país que no fuera éste. Triste es decirlo, a buena parte de la población nacional, también. La oposición argentina, por otra parte, no es tan distinta a los gobiernos de otros países sudamericanos de mayor éxito o fortuna. Acaso el ingeniero Macri no sea tan diferente al ingeniero Piñera, Ernesto Sanz a Tabaré Vázquez, o Margarita Stolbizer a Bachelet.
Pero razonar así es salir con paraguas un día soleado. Lleva inevitablemente a ignorar el escenario realmente existente y a elaborar estrategias que ignoran la característica distintiva de la política argentina: el monopolio del poder ejercido implacablemente desde hace un cuarto de siglo por un movimiento autoritario nacionalista y populista nacido en los años cuarenta y convertido en una oligarquía mafiosa, hoy. Renunciar a ver la política argentina en esta perspectiva es renunciar a la disputa por el poder. Y renunciar al poder, hoy, es abrirle las puertas a otra década de gobiernos peronistas, encabezados ahora por el peronismo del conurbano bonaerense, el peor.
Restarle votos a la oposición presentando una candidatura presidencial perdedora en lugar de competir con razonables posibilidades de éxito por la gobernación de la Provincia de Buenos Aires. Unificar al peronismo permitiendo a uno de sus dos candidatos el acceso a la interna opositora. Ubicar como gobernador de la Provincia de Buenos Aires al comandante en jefe de la liga de intendentes del conurbano para después gobernar con una pistola en la cabeza. Tres estrategias ideales para lograr que la oligarquía peronista que gobierna desde 1989 el país y desde 1987 la Provincia de Buenos Aires acabe con todo intento de reivindicación de la República y con las últimas esperanzas de gran parte de su población.
Renunciar voluntariamente al poder a cambio de migajas, o de una autoidentificación con un hipotético progresismo que consiste en dejar a los pobres del conurbano librados a su suerte, o de que no nos digan gorilas y cipayos quienes se robaron medio país es continuar la secuencia que nos dejó en manos del Pejota: el Pacto de Olivos (1994), la participación de su propio partido en la conspiración contra De la Rúa (2001), el sabotaje a una fórmula común entre Carrió y López Murphy (2003) y la candidatura presidencial radical en manos de Lavagna que le entregó el gobierno a Cristina Kirchner (2007).
Renuncia a disputarle el poder al psicópata que lo detenta. En eso consiste también hoy la abdicación de la mejor candidata no peronista a la gobernación de la Provincia de Buenos Aires y la propuesta de poner en su puesto a un nuevo Ruckauf, gran administrador de la Bonaerense y estupendo organizador de tempestades. Una estrategia para el suicidio colectivo que parece haberse tornado una historia de nunca acabar.