La puerta

Ahora no hay nada. Está la hoja en blanco. Todos odiamos eso, escritores y lectores. Empujamos hacia el mismo lado, hacia una historia que nos convoque -al menos por unos minutos- y nos reúna alrededor de caras, argumentos, lugares y tramas. Pero la historia no llega.

Está descansando en vaya a saber qué recóndito espacio del cerebro, sin mucho más que hacer que esperar el llamado, pero para eso necesita la palabra clave.

No saldrá de su comodidad hasta que pronunciemos ese vocablo que lanzará todo por los aires, transformará el hielo en fuego y los personajes dormidos en indispensables piezas de una trama que nos deje sin respiro. Intentamos un par de veces pero nada, el lector ya empieza a cansarse y ve que el zigzagueo es permanente y no lleva a ningún lado.

Pasan lo minutos. "Puerta" arriesgamos, ya con cierto grado de impaciencia. Nada. "Encierro", nos llega desde algún lado de la memoria. Nada.

Ya estamos por renunciar, y la mano del lector está justicieramente a punto de cambiar de página. Intuye -con sobrada razón- que hay cientos de autores más seguros, con sólido sello de garantía bajos sus apellidos. Las musas, mientras tanto, indiferentes.

Y seguimos así, desalentados, encerrados por años en el mismo cuarto, mirando la puerta marrón de siempre, sin rastros de inspiración.

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