La otra mitad

La otra mitad

"... Felipa es muy buena conmigo. 
Por eso la quiero". 

(Macario, Juan Rulfo)

Seguramente Macario les contó todo sobre mí o lo que él cree que es todo. Porque sí, es cierto, él  me conoce bien, muy bien diría, pero hay un secreto que todavía sigue siendo nada más que mío.

No es cierto que yo le dé mi montoncito de comida porque no tenga hambre. Nada más lejano, aunque prefiero saciar su voracidad y aliviar mi conciencia antes de que él mismo me pida más alimento persiguiéndome por los rincones de la casa como un fantasma.

Macario está convencido de que soy la llave que le abrirá la puerta del Reino de los Cielos pero se equivoca: apenas puedo con mi alma y con todos estos años vividos que al unísono y sin piedad empiezan a revelarse con los dolores matinales. De ninguna manera podría ser su salvoconducto hacia ninguna parte; justamente yo, que no creo ni en mi sombra ni en el calor del sol por más que me esté quemando ni en la imagen que me devuelve el espejo en cada amanecer de olor a tierra mojada.

Que yo, Felipa, nacida hace 32 años en esta geografía polvorienta, haya perdido la fe y la capacidad de asombro tiene su origen en el único capítulo de mi vida que el resto del pueblo desconoce, como también Macario y su madrina y los grillos de la suerte (si es que la suerte existe) y las ratas insaciables.

Mis ojos son tricolores al estilo perro siberiano: marrón, blanco y algo de celeste, aunque este muchacho, Macario, siga convencido de que son dos perlas verdes centelleantes, como seguramente ya les habrá contado en su acostumbrada catarata de los sábados.

Porque él es así, no puede callarse nada. Que si las ranas son buenas, que si los sapos deben o no ser tragados a costillas de lo que sea, que si el Cielo será su último destino (si es que existe eso que muchos han convenido llamarle destino)…

¿La leche que brota de mis pechos? ¿No le creerán ustedes eso de que cada tanto me entrego a sus ardores? Jamás lo tocaría, ni siquiera para calmar esa locura que comienza a manifestarse en él con delirios interminables, y que se acalla cuando despunta el nuevo día.

Mientras tanto, sus manos –sí, debo admitirlo, lo he espiado una que otra vez–, van de un lado a otro golpeando las paredes de la habitación a oscuras. Se mueven sin gobierno ni razón entendible y después su garganta emite aullidos espeluznantes que me llaman, me seducen y me tientan hasta que me atraviesan con fuerza sobrenatural, y dejo de ser Felipa, la que lo alimenta y lo contiene, para ser su otra mitad.

Las noches de luna llena resultan deliciosas porque nos afilamos las garras mutuamente y salimos de cacería. La carne humana es nuestra preferida.

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