En el relato nacional y popular de la década ganada, los casos de desnutrición infantil son una excepción. Y si se trata de casos en comunidades originarias, la culpa es de los padres y los líderes comunitarios, por sus pautas culturales.
Según Diana Conti, por no subordinarse al kirchnerismo. Los casos de Néstor Femenía en Chaco y de Marcos Solís en Salta, sacaron a la luz aquello que se quiere ocultar: las condiciones de miseria que rigen la vida de la población que habita estas comunidades.
En primer lugar, debe quedar en claro que no se trata de excepciones. La Encuesta Materno Infantil de Pueblos Originarios (EMIPO) del Plan Nacer, realizada en 2010, mostró que el 81,3% de los menores de seis años ingiere sólo una comida diaria.
No se trata de una excepción de las comunidades originarias. Se calcula que en todo el país el 8% de los niños padece desnutrición crónica y el 42% de los niños hasta 11 años vive en la pobreza.
En Chaco el 62% de los niños y adolescentes es pobre, mientras en Salta lo es el 56%. En estas condiciones de hambre, cualquier afección, hasta una diarrea, puede tener consecuencias graves. No es extraño que proliferen enfermedades allí donde se carece de servicios básicos, como el acceso al agua potable.
Se suelen explicar sus condiciones de vida por pautas culturales. Esta visión conservadora es la preferida por el gobierno, porque lo deslinda de cualquier responsabilidad.
Así, en Chaco, por ejemplo, se entregan viviendas para los “aborígenes” que han sido construidas “respetando sus usos y costumbres”. Se trata de casitas diminutas en relación al tamaño de las familias, sin baño ni cocina incorporadas. Este discurso resulta eficaz para abaratar los gastos estatales destinados a asistir a esta población.
Dejando de lado las explicaciones culturalistas, para entender la situación de los “Pueblos Originarios” es necesario conocer quiénes los conforman.
Un análisis detallado de las formas concretas de reproducción de esta población, muestra que detrás del “indígena” se oculta a una de las fracciones más pauperizadas de la clase obrera argentina, en su mayoría desocupados.
No se trata de un fenómeno reciente. Las diferentes comunidades indígenas sufrieron la destrucción de su economía y su incorporación como fuerza de trabajo asalariada.
La producción algodonera requirió trabajadores indígenas, desde las primeras décadas del siglo XX, como obreros transitorios para las tareas de cosecha. Pero a partir de la década del ‘70, la actividad entró en una crisis.
En los ‘90 tuvo un repunte de la mano de la mecanización de la cosecha, lo que redundó en la eliminación masiva de puestos de trabajo, que no pudo ser contrarrestado por el avance sojero que demanda una cantidad insignificante de fuerza de trabajo. Se generó así una masa de población obrera sin posibilidades de emplearse en el campo y que en la actualidad logra sobrevivir a duras penas en base a la percepción de planes sociales de asistencia o, en menor medida, con changas o algún empleo estatal precario.
Muchos de ellos han migrado hacia las ciudades y sus periferias aunque algunos aún se mantienen en los espacios rurales. Son quienes cuentan con peores condiciones de vida, no por supuestas pautas culturales sino por su condición de población sobrante para el capital.
Es decir, una población que no tiene acceso a un empleo o, si lo tiene, éste no le garantiza condiciones para reproducir su vida normalmente en tanto resulta excedente a las necesidades de acumulación.
Las miserables condiciones de vida de esta población rural no están marcadas por su situación de excluidos. Por el contrario, son el resultado de las relaciones sociales que los condenan a ello.
Ese resultado es responsabilidad de los gobiernos que gastan el dinero necesario para asegurarles condiciones de vida dignas en proyectos como Fútbol Para Todos o subsidios a grandes empresas, mientras los reprimen cuando se atreven a reclamar derechos elementales que cualquier ser humano debería tener garantizados, sin excepciones.