La asunción

En el mal llamado desierto de Lavalle, todavía hay restos de antiguas vasijas desparramadas por los médanos y los matorrales.

Por Jorge Sosa  - especial para Los Andes

Alguna vez lo que llamamos (malamente) desierto no fue desierto. Quiero decir esa zona de Lavalle al norte que ahora nos parece tan inhóspita, tan hostil, tan lejana, tan sin nada. Alguna vez fue un vergel, allá cuando las lagunas tenían agua, mucha agua y sus orillas eran fértiles, pródigas, llenas de vida.

Allá vivían nuestros antepasados con sus sembradíos simples, con la seguridad de que la naturaleza proveía, y era entonces una fiesta de la vida el despertar del maíz, el beneficio de sombra, leña y fruto del algarrobo, y el horizonte de la aves que andan inventando cielos. Allí los encontraron los conquistadores, porque allí los huarpes era un pueblo.

Y los españoles, impulsados por la fe de los jesuitas,  fueron sembrando capillas donde la vida lo mandaba. Decenas de capillas. Un rosario de capilla.

Después vino la ingratitud a crear otra historia, después vino el olvido, la distancia, y lo peor de todo: el adiós del agua. Lentamente las lagunas fueron secándose, las fuimos secando, y lo que era un vergel comenzó a ser secano.

De aquellas capillas hay cuatro que siguen tozudamente aferradas a la tradición de un pueblo que aún desparramado sigue siendo un pueblo: San José, La Asunción, Las Lagunas de Rosario y El Cavadito.

Este fin de semana, ahora, este domingo, se celebra la Fiesta de la Virgen de la Asunción, ahí estaremos para darnos un baño de gente pura. La Fiesta de la Asunción para celebrar a la virgen cuando adquirió la inmortalidad.

Vamos a presenciar la humildad hecha homenaje, a escuchar los cantos que van acompañando la procesión, los ruegos en voz baja, los agradecimientos que se van pensando antes de besarle los pies.

Vamos a meternos, humildemente, en una fiesta que perteneciendo a unos pocos, pertenece a todos, a cumplir con sus rituales y después a darle rienda suelta (que caballos sobran) a la alegría.

Vamos a escuchar los cantos ancestrales que aún insisten en gastadas guitarras y voces raspadas, bebiendo cogollos al pie de las tonadas antiquísimas, que resisten, que se niegan a morir.

En las carpas que se arman hay seguramente, asado, canto, vino, cerveza y una bienvenida que se paga en abrazos, pero hay algo más, algo intangible, algo que se respira en el aire de la tierra pura, tal vez el espíritu de los que alguna vez fueron un pueblo con todos los ingredientes que tiene un pueblo, incluyendo, por supuesto, a la esperanza.

Se juntan los puesteros y la fiesta es toda una fiesta, se narran sus cuitas, se muestran los hijos, se cuentan los muertos. Se encuentran. A pesar de vivir a kilómetros de distancia por una vez al año, aunque sea, se encuentran y entonces, déjelos que se embriaguen de encuentro. Entonces es imprescindible encontrarlo al Carmelo y a su dulce mujer para que nos cuente y nos impregne de chivitos y de buenos tragos.

Ahí estaremos viendo como un abrazo puede ser un abrazo de siglos, ahí estaremos recibiendo lecciones de pasado. La tierra estaba de antes, compadre, y ellos estaban desde mucho antes que viniéramos nosotros a descubrir su tierra.

En el mal llamado desierto de Lavalle, todavía hay restos de antiguas vasijas desparramadas por los médanos y los matorrales. Tal vez como invitándonos a que alguna vez, entre todos los de ahora, juntemos los pedazos, reconstruyamos los cántaros, y volvamos a beber de nuestra esencia. Este fin de semana es la fiesta de la Asunción. Iremos  a recibir lecciones de pueblo, pero aún no sabemos, si hemos de aprobar esa materia.

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