La ansiedad de la impotencia

En 1936, George Orwell escribió un magnífico ensayo llamado "Matar a un elefante". Orwell trabajaba de oficial de la policía británica en Birmania, haciendo valer el gobierno colonial. Un elefante se había puesto muy agresivo, rompió sus cadenas, aplastó varias casas y mató a un hombre.
Orwell avanzó pistola en mano hacia el elefante mientras una multitud de más de dos mil birmanos se reunió atrás de él.

Ellos odiaban al policía pero sería un espectáculo divertido ver matar a un elefante, además de que podrían aprovechar su carne. Orwell no quería matar a la pobre criatura, cuyo estado de exaltación, llamado “must”, ya había pasado y ahora se encontraba tranquilamente comiendo hierba. Pero él sentía la presión de la multitud detrás de él. Se reiría de él si no mataba a la bestia.

“Yo era simplemente una marioneta absurda empujada de aquí para allá por la voluntad de esos rostros amarillos detrás de mí”, escribió Orwell. Y así, sometió al animal a una larga y penosa muerte.

En su ensayo, nadie siente que tiene ningún poder. Los habitantes, víctimas del imperio, ciertamente no lo tenían. Orwell, el tipo con la pistola, no sentía tener ningún poder. Y los imperialistas estaban muy lejos, allá en Londres.

Así es más o menos como está el mundo hoy en día. Como observó Anand Giridharadas en The International New York Times, “si hay algo que mantiene la cohesión de Estados Unidos en estos momentos tan divisivos, es la sensación generalizada de que el poder está en otra parte”.

El establecimiento republicano piensa que la base tiene el poder, pero la base piensa que es a la inversa. Los sindicatos piensan que las empresas tienen el poder, pero las empresas piensan que el poder está en manos de los emprendimientos. Los reguladores piensan que Wall Street tiene el poder, pero Wall Street piensa que los reguladores lo tienen.

El Centro de Investigaciones Pew planteó esta pregunta: “¿Diría usted que su lado ha estado ganando o perdiendo más?” Sesenta y cuatro por ciento de los entrevistados, con mayoría en los dos partidos, piensa que su bando ha estado perdiendo más.

Estos días, la gente parece subestimar su poder o sufrir de lo que Giridharadas llama la “ansiedad de la impotencia”.

Cuando los grupos se sienten oprimidos, a veces se organizan presentando propuestas concretas de reforma para recuperar el poder. Es lo que está haciendo el movimiento Las Vidas Negras Cuentan.

Pero en otros casos, la sensación de impotencia absoluta puede corromper absolutamente. Como han demostrado investigaciones psicológicas, mucha gente que se siente impotente llega a sentirse devaluada y se vuelve cómplice de su propia opresión. Algunos exageran el peso y el tamaño de los obstáculos a los que se enfrentan. Otros se sienten deshumanizados, olvidados, condenados o culpables.

Vivimos en un mundo de aislamiento y atomización, en el que la gente desconfía de sus propias instituciones. En tales circunstancias muchas personas responden a la impotencia con actos de autodestrucción sin sentido.

En los territorios palestinos, por ejemplo, los jóvenes no se organizan ni colaboran con su gobierno para mejorar sus perspectivas. Se van a Israel, tratan de apuñalar a un soldado o a una mujer embarazada y son arrestados o acribillados. Una y otra vez. Echan al caño su vida a cambio de un momento de terrorismo, sin sentido y generalmente fallido.

La sensación de impotencia también ha pervertido las elecciones en Estados Unidos, si bien de otra manera.

Los estadounidenses están asediados por problemas complejos e intratables que no tienen un villano definido: el cambio tecnológico desplaza a los trabajadores; la globalización y el rápido movimiento de la gente desestabiliza a las comunidades; la estructura familiar se disuelve; el orden político en el Oriente Medio está trastabillando, la economía china se está hundiendo, la desigualdad aumenta, el orden mundial se deshilvana, etc.

Para abordar esos problemas necesitamos instituciones grandes y responsables (centros de poder) que puedan movilizar a la gente, reunir una mayoría gobernante y promulgar planes de acción. En el contexto de Estados Unidos, esto significa partidos políticos y un Congreso que funcionen. Esas instituciones se han debilitado últimamente.

Los partidos se han vuelto débiles tanto por las leyes de finanzas para las campañas como por la decisión de Ciudadanos Unidos, que cortó las corrientes de financiamiento y les dio poder a los súper donadores polarizados que trabajan fuera del sistema de los partidos. El Congreso se ha debilitado a causa de la polarización y de los miembros perjudiciales que no creen en la legislación.

En lugar de apuntalar esas instituciones, muchos votantes se inclinan por empeorar las cosas. Afectados por la ansiedad de la impotencia, muchos votantes se sienten atraídos hacia líderes que pretenden que los problemas podrían resolverse derrotando a algún villano. Donald Trump dice que el problema son las élites estúpidas. Para Ted Cruz es el cartel de Washington. Bernie Sanders asegura que es Wall Street.

El hecho es que, por muchos problemas que tengamos con Wall Street o Washington, nuestros mayores problemas son sistémicos: los trastornos causados por el progreso tecnológico y la globalización, por la migración masiva, por la ruptura de la familia como institución, y así sucesivamente. No hay un Mago de Oz que lo controle todo y que podamos asesinar para resolverlo todo.

Si queremos tener la esperanza de abordar los grandes problemas sistémicos tenemos que reparar las grandes instituciones y tener partidos y un Congreso que funcionen. Tenemos que descartar el ánimo anti-político y anti-institucional que prevalece y reconstruir centros de poder democráticos y efectivos. Esto requiere menos atomización y más acción colectiva, menos hombres fuertes y más ciudadanos. Requiere el oficio de la arquitectura política, no la demagogia de la destrucción.

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