Hipócritas modernos

Desde los años noventa ha aparecido en la Argentina una nueva clase de gente: los hipócritas modernos.

Esta versión de hipócrita no existiría si no existiera el Estado. Vive del Estado. Es un producto neto y típico de nuestra democracia. El hipócrita moderno hace política y suele, casi siempre, ocupar cargos electivos. Es un tipo que aprendió a hacerse el nudo de la corbata en los noventa. Antes jamás había usado corbata. Luego ha abandonado la corbata y hoy se muestra sin ella casi siempre. Para no parecerse al antiguo, ¡faltaba más! Nadie podrá decir de él que es un tipo alejado de las bases populares.

El hipócrita antiguo vivía de los pobres. El hipócrita moderno vive a expensas de pobres, y ricos. A aquellos los lisonjea para que le otorguen el basamento y la legitimidad de su poder, a éstos los exprime para que le otorguen, a través de tributos, su modus vivendi y poder económico.

El hipócrita moderno abomina de la palabra “beneficencia”, prefiere términos tales como “redistribución de la riqueza”, “justicia social” o algo por el estilo. El hipócrita moderno re-distribuye riqueza con el dinero público, jamás desde su propio bolsillo. Pero es arbitrario al momento de “re-distribuir” esa riqueza. Elige a quién; dependiendo del trabajo que haga el beneficiario para solventar su poder.

Al hipócrita moderno le importa muchísimo el sistema democrático, pues si no fuese por ese sistema, no existiría. Y se preocupa mucho, mucho, por no parecer fascista.

Eso es lo más importante, no parecer autoritario.

Sin embargo, solapadamente lo es. No sólo autoritario sino, sobre todo, arbitrario. Frente a un problema agudo y acuciante, como por ejemplo la inseguridad, tratará de adoptar medidas, en tanto y en cuanto esas medidas no parezcan de gobierno fuerte o de fuerza. Si advierte eso, da marcha atrás y comienza a predicar buenamente medidas preventivas, suaves, que de ninguna manera ofendan ni al delincuente ni a organizaciones que defienden ciertas minorías.

Pregona permanentemente el consenso, con un doble objetivo: no aparecer como autocrático y no cargar solamente él con las responsabilidades de sus decisiones.

El hipócrita moderno es capaz de sacrificar el éxito de una gestión con tal de no parecer fascista.

Todo sea por las formas.

Ineficientes sí, con apariencia de fascistas jamás.

El hipócrita moderno parasita al Estado de diversas maneras. En la cúspide de la pirámide se encuentra aquel que ocupa cargos electivos y hacia abajo, asesores, empleados contratados de diversa jerarquía, proveedores designados a dedo, artistas y seudo artistas eternamente abonados a espectáculos públicos pagados con dinero público, que jamás corren un riesgo. En fin, toda una fauna que sirve a los fines del que está en la cúspide, y éste desde la cúspide derrama su agradecimiento a los parásitos que forman su ejército.

El hipócrita moderno ha conseguido formar una casta, una especie de clan o manada, en que se ayudan unos a otros y defienden fieramente un sistema que facilita su existencia.

En algunas ocasiones, de la manada surge un elemento discordante, alguien que pretende honestamente ayudar al universo de seres de los cuales se sirve el hipócrita moderno. Pero ¡ay! La manada inmediatamente lo detecta, lo excluye y trata de confinarlo a lugares apartados para que nadie, nunca más lo recuerde. Pues ese ente es un peligro. Sería catastrófico que ese ser desnaturalizado lograra triunfar y cambiar el estado de cosas. Significaría el exterminio de los hipócritas; y todo ese andamiaje, esa ingeniería pacientemente creada se vendría abajo.

No hay nada peor para el hipócrita moderno que alguien actúe con franqueza descarnada. Es una especie de leproso del cual hay que alejarse y alejarlo.

El hipócrita antiguo obtenía su poder generalmente heredado, el hipócrita moderno lo obtiene por ósmosis pues ha descubierto que la proximidad física, nacida del vínculo de parentesco, es también una fuente de poder. Y también lo obtiene heredado, pues lo suele transmitir a sus descendientes.

El hipócrita moderno actúa por convencimiento, pero es un convencimiento sui géneris, pues los “convencidos” no están realmente convencidos sino obligados a servirle para sus fines, pues el sistema es obligatorio.

El hipócrita antiguo era más elemental, primitivo. El moderno es más perverso, refinado, pues se apoya en un sistema perfectamente legal.

Y sus violaciones al derecho natural y positivo se enmascaran como “actos discrecionales”.

El hipócrita moderno pontifica a favor de los desposeídos pero en realidad está muy lejos de ellos. Conduce automóviles de alta gama, disfruta sus vacaciones en playas del Caribe o en lugares exóticos, su riqueza jamás proviene de la producción sino de la militancia política.

Sonríe, siempre sonríe.

Es incapaz de salirse de tono. Dice de mil maneras distintas lo que el ciudadano desea escuchar, y es asombrosa la capacidad que posee para contradecirse a lo largo del tiempo, sin desmedro de su poder.  Siempre le da la razón al hombre común, aunque el hombre común esté indignado. Y luego hace lo que a “él” le conviene.

Fabrica permanentemente desposeídos; y en realidad es incapaz de ayudar a un desposeído, a no ser que sea con dinero ajeno. Y, cuando lo hace, lo hace de tal manera que parezca que ese dinero es propio.

Conviene a sus fines la existencia de desposeídos pues la ignorancia es hija de la miseria, y la ignorancia no advierte la perversidad del hipócrita, y si la advierte se conforma, se resigna (dado su estado de necesidad y el natural egoísmo humano) con las migajas que derrama el hipócrita moderno para seguir manteniendo su estado de privilegio.

El hipócrita antiguo era un león manso o voraz según las circunstancias; el moderno es un zorro con piel de cordero que se alimenta de todo lo que puede, es omnívoro.

Es el dueño del Estado. Es el dueño del sistema. Esquilma a débiles y fuertes. Nos tiene atrapados, pues se retroalimenta del sistema, y finge pelear fieramente con sus congéneres, cada cuatro años, y cuando la pelea finaliza, firma la paz, comienzan los pactos de silencio y todo sigue igual.

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