Hacer de la necesidad una virtud

Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com

Junto a la esperanza -que nunca deja de estar- una de las grandes razones del advenimiento de la democracia republicana en la Argentina en 1983 fue el cansancio. No hubo grandes protestas contra el régimen dictatorial capaces de ocasionar su caída, sino el brutal hartazgo ante una década que también empezó con esperanzas pero que a poco de andar devino en la peor de todas, primero con la violencia entre bandos peronistas, después con el genocidio de Estado y tercero, para rematarla, la guerra con Inglaterra. Demasiada sangre hizo que el argentino quisiera recuperar como esenciales aquellos valores institucionales que hasta ese entonces eran colectivamente menospreciados. De allí que el gran “relato” superador de tanto dolor no fue una nueva summa de mentiras de Estado, sino simplemente volver a la Constitución. A la verdad original.

Con el tiempo, muchas esperanzas del 83 otra vez se verían defraudadas pero la raíz democrática institucional que se sembró entonces en el país aún se mantiene, pese a haberse vivido y revivido las peores cosas.

Con grandes diferencias históricas pero con grandes similitudes culturales, hoy nos encontramos en una encrucijada que bien podría continuar y perfeccionar la gesta constitucionalista de los 80. Porque otra vez estamos donde estamos más por cansancio que por esperanza, aunque ésta siga sin morir. Esa Argentina harta de la violencia y la muerte de los 80 ahora se hartó de la desmesura, la locura cotidiana, la mentira institucionalizada, las cadenas nacionales ante las más insustanciales pavadas, el clima teatralizado de confrontación terminal y de enemigos en guerra donde sólo había diferencia de ideas.

En fin, la anormalidad como forma de vida permanente. Y hartos como estaban, los argentinos, más que a un gobierno, prefirieron darle una nueva oportunidad al sentido común. Algo difícil de lograr con una clase política que en lo sustancial sigue siendo la misma que construyó o toleró lo anterior. Sin embargo, algo importante cambió, algo que debería aprovecharse ya mismo porque amenaza ser tan fugaz como todo lo que en la Argentina tiene que ver con un país normal, ese que siempre decimos querer pero que hasta con el más minúsculo de los actos todos los días nos empeñamos en deshacer.

La gran oportunidad está dada por un casual y circunstancial bienvenido empate entre las fuerzas políticas, que las obliga a necesitarse mutuamente aunque no se quieran nada entre sí. Este empate, de hecho, en el breve lapso de un año ha conformado un sistema absolutamente nuevo de gobierno en todos los niveles. Pero gestado por la necesidad y que sólo será posible de consolidar si se encargan de mantenerlo y hacerlo crecer los productores de virtud, vale decir, una clase dirigente superadora de la actual.

¿En qué consiste este nuevo sistema? Por arriba en que por primera vez en un siglo entero llegó a la Presidencia (y a la conducción de la provincia de Buenos Aires, que es casi otra nación dentro de la Nación) un gobierno ni radical ni peronista (aunque contenga muchos elementos del primero y algunos del segundo) por métodos estrictamente constitucionales, sin dictaduras, fraudes ni proscripciones. Un verdadero experimento al cual las fuerzas regresivas -consciente o inconscientemente- tratarán de deteriorar para volver al régimen anterior de hegemonía peronista y acompañamiento radical, pero que de resultar exitoso puede gestar las semillas que no reproduzcan una y otra vez el mismo espíritu de decadencia de partidos o movimientos que ya dieron de sí todo lo que podían dar y por lo tanto cada vez dan más lo peor de ellos mismos.

Otro hecho bienvenido es haber transformado al Congreso Nacional en una especie de cogobierno entre oficialismo y oposición, ya que la inmensa mayoría de las leyes fueron votadas (a veces con sustanciales modificaciones parlamentarias) por el oficialismo y la mayoría de la oposición. Aunque la razón de haber actuado así no haya sido la grandeza, lo cierto es que nuestros políticos lograron este año un acierto que desde el 83 a la fecha jamás se alcanzó. Ahora se necesitarán los arquitectos políticos que transformen lo hecho por necesidad en construido por virtud, como principal soporte de un nuevo régimen.

Lo mismo pasa con la Justicia. No es que haya mejores magistrados, están los de siempre, pero en la medida en que este gobierno no ha querido o no ha podido transformarlos en agentes propios a su servicio como hizo el anterior y muchos otros más, ese solo hecho los hace actuar mejor, aunque por ahora lo hagan más por oportunismo que por convicción.

Ni qué decir del sistema federal, donde la mayoría de los gobernadores de las provincias chicas siguen siendo caudillos feudales, pero debieron colaborar con el gobierno central por necesidades financieras. A lo que el macrismo respondió con significativos apoyos. Claro que si, como es previsible, esas provincias siguen gastando dinero para fortalecer sus poderíos medievales, de poco habrá servido. Por eso habrá que pensar en cómo entregar dinero a cambio de amplias modificaciones institucionales y federales en esas tierras sometidas a la sola mano del caudillo y su nepotismo a ultranza.

Algo bien esperanzador aparece en los medios de comunicación, que se agrega a este clima de equilibrios mencionado. De un gobierno que vio en la prensa sólo a militantes orgánicos pagos y mercaderes a sueldo versus enemigos a destruir, ahora esa tensión se desmanteló desde arriba con la sola decisión de ignorarla. Casi todos los periodistas que por las más diversas razones fueron duros críticos del kirchnerismo no se han adherido por eso al macrismo. Más bien cada uno tomó su particular camino y en una innumerable cantidad de casos vuelven a ser más las diferencias que tienen entre sí que lo que los une, lo cual está muy bien, porque así el público puede tener muchas más opciones.

Podrá existir algún periodista oficialista pero hoy no hay periodismo oficialista como lo hubo en magnitud desaforada y monumental en el anterior. Sí en cambio subsiste, como si nada hubiera cambiado, el anterior periodismo oficialista K hoy devenido ultraopositor, pero en un clima sociopolítico drásticamente diferente. Hoy anticipan y anhelan todos los días la caída del macrismo y el retorno de ellos, pero lo hacen desde radios, canales o diarios privados donde pueden legítimamente decir todo lo que se les venga en ganas. Incluso, su oposicionismo total en estas condiciones -y aunque sus protagonistas deseen lo contrario- pasa a fortalecer el sistema político que ellos tanto odian, porque poder escucharlos es un aporte más a la pluralidad de voces... mientras no sea pagado con el dinero de todos nosotros.

Y así podría seguirse. En una inmensa cantidad de instituciones se ha reconstruido la tolerancia y el pluralismo que hasta hace un año eran considerados enemigos del Estado. Está bien, se lo hizo por necesidad o porque no quedaba otra y es muy posible que ahora, con elecciones a la vista, volvamos a las andadas de nuestro faccionalismo devorador de las mejores intenciones. Pero también está la posibilidad de que aparezca un nuevo núcleo de élite que aproveche esta oportunidad única para crear un nuevo sistema político en la Argentina, del cual lo que pasó institucionalmente este año puede ser la base fundacional, como lo fue el retorno a la Constitución con Alfonsín.

Claro que sin una economía recuperada y un proyecto integral de desarrollo, el nuevo institucionalismo no nos dará ni de comer ni nos curará ni nos educará. Pero por algo hay que empezar.

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