Esta semana, en Tucumán, el país que nos quieren ocultar reapareció con todo

Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar

Casi nada nuevo ocurrió en el comicio del pasado domingo en Tucumán que no ocurra en todas y cada una de las provincias del Norte argentino desde mucho tiempo atrás, o quizá desde casi siempre.

Lo único novedoso fue que esta vez la oposición, unida, se ocupó de supervisar como nunca antes lo había hecho las secuencias del voto popular, frente a lo cual los que han hecho del fraude clientelar la única forma de votar se pusieron nerviosos, se sintieron controlados y no pudieron evitar exponer a la luz pública de todos los argentinos algunos de los vicios sistemáticos con los cuales, a través del supuesto sufragio universal, se consagran oligarquías invencibles, tan terribles como las de las épocas predemocráticas o de democracias proscriptivas. O peor, mucho peor, porque éstas aparecen legitimadas por el pueblo.

Hay oligarquías típicamente peronistas, como la de Gildo Insfrán en Formosa, que luego de más de veinte años de reelecciones del mismo personaje se ha constituido en un régimen en sí mismo. En un pueblo como el de Macondo, con todo su realismo mágico.

Otras vinieron a combatir viejas oligarquías, como en Santiago del Estero, donde luego de la eterna satrapía de Carlos Juárez y su señora esposa Nina, y gracias a una intervención decidida por el gobierno de Néstor Kirchner, se pudo renovar la política poniendo en la gobernación al joven radical Gerardo Zamora y a su señora esposa Claudia. Pero, al poco tiempo Zamora se transformó en un tirano democrático más oligárquico que los Juárez.

Al clan Alperovich lo conforman José y su discriminadora esposa Betty Rojkés. Ambos vienen de la izquierda comunista, luego se hicieron radicales y al final recalaron en el peronismo para constituirse en la aberración que hemos visto por estos días, en una provincia como Tucumán, que durante gran parte del siglo XX supo ser modernizadora y progresista, hasta que tanta barbarie la convirtió casi en un feudo. Donde, sin embargo, aún subsiste una clase media importante, que es la que salió por estos días a la calle para decir basta a los caudillos.

Nada distinto, por cierto, a la pareja de Carlos Menem y Zulema años ha en La Rioja o, viajando del norte al sur, al clan de Néstor y Cristina y Máximo y Alicia en Santa Cruz. Todos territorios ocupados por señores feudales que tratan de eternizarse a través de sus familias, y si no lo logran porque los traicionan, dejan aún así un sistema político que cualquier otro dirigente, de cualquier partido, apenas llega a controlarlo; en vez de desmantelarlo lo usa para su beneficio, reiterando las barbaries de sus antecesores. También en el conurbano bonaerense se reproducen estas formas retrógradas.

Contra esa Argentina bárbara es que se oyó esta semana un grito popular, que ojalá su multiplique a lo ancho y a lo largo de la República, con el apoyo de una oposición capaz de luchar contra el fraude sistemático para no reproducirlo. Cosa que sólo será posible con un amplio control popular, y, sobre todo, con una modernización de las estructuras sociales y políticas que nadie, en el fondo, aún quiere emprender del todo.

Es que en momentos como los presentes la lucha contra el fraude político debe ir acompañada por una profunda reforma social que integre nuevamente a la sociedad a las grandes masas populares que hoy se encuentran por debajo de la línea de pobreza y que son explotadas de todas las formas posibles por estas nuevas oligarquías que las tienen políticamente cautivas a través del clientelismo punteril.

Todavía está en el imaginario de cierta izquierda la idea de que el peronismo, a su modo, contiene a esos grandes sectores postergados y sólo gracias a su ayuda social, aunque sea clientelar, ellos sobreviven. De ese mito hace décadas que viene viviendo la nueva oligarquía peronista gestada luego de la democracia de 1983.

Pero eso es rotundamente falso, porque esas masas indigentes las han creado ellos mismos, consciente o inconscientemente, y con seguridad se han ocupado explícitamente de mantenerlas en la miseria porque, al no representar esas élites políticas ya a ninguna clase social en particular, sólo cuentan con esas bases manipuladas para mantenerse en el poder.

En la serie televisiva de Juan José Campanella “Entre caníbales”, un precandidato a la Presidencia de la Nación lee un discurso ante su asesor de imagen, que es quien le controla lo que debe decir. En un momento el político propone “erradicar las villas”, y entonces su asesor lo para en seco diciéndole que ni siquiera piense en esa propuesta porque entonces ningún caudillo del conurbano ni del interior le dará su apoyo.

Le explica el asesor que la “nueva política social” no es la de eliminar las villas sino la de ampliarlas, porque sin ellas los señores feudales del conurbano y los patrones de estancia del interior comenzarían a perder elecciones. Por lo tanto, hoy en la Argentina nadie que ejerce el poder real quiere acabar con las villas, sino reforzarlas al máximo. Multiplicar la pobreza es la consigna.

Eso coincide exactamente con la visión social del gobierno nacional, donde la señora presidenta se maravilla de la cantidad de antenas de tevé que proliferan en las villas indicador éste, según ella, de modernización, cuando en realidad indica la permanencia eterna en la miseria de grandes masas populares, a las que han decidido recluir en territorios cerrados ante la imposibilidad de integrarlas a la movilidad social ascendente que durante todo el siglo XX vivió la totalidad del pueblo argentino. Con la intención de su uso político alevoso.

Es por eso que el ministro de Economía de la Nación afirma no conocer los datos de pobreza de la Argentina y, aún más cruelmente, la presidenta Cristina Fernández expresa que debe andar más o menos por el 5% como en sus añorados años 70. Con lo cual, en los hechos, el poder político oficial ha convertido a los pobres en desaparecidos en democracia.

No se los puede medir o se afirma que son una minoría insignificante, aun menor que la cantidad de pobres que hay en Alemania. Por ende, como antes del primer peronismo, los pobres de toda pobreza han vuelto a vivir en el subsuelo de la patria, abandonados a la mano de Dios, mantenidos a base de subsidios y sólo convocados para que paguen esas prestaciones sociales con el voto al caudillo que se las provee, cada dos años.

Así como de tanto en tanto las clases medias integradas al sistema pero críticas del poder político se movilizan, ya sea para apoyar las reivindicaciones de los productores agrarios o para evitar la reelección indefinida o contra el asesinato de fiscales de la Nación, también de tanto en tanto las masas postergadas salen a la calle para demostrar que existen. Pero éstas no muestran su mejor rostro, porque ya no lo tienen ante tanta miseria consentida por el poder que las manipula.

En diciembre de 2010 esas masas marcharon hacia la ocupación de un amplio parque bonaerense para clamar por viviendas porque en la villa los especuladores inmobiliarios se las alquilaban por valores insostenibles. Luego, en diciembre de 2012, salieron a lo largo y a lo ancho del país, con distintos grados de violencia, simplemente para avisar que existían.

Hasta que en diciembre de 2013 aprovecharon una huelga policial para prácticamente ocupar las capitales de Córdoba y Tucumán saqueando todo lo que encontraban a su paso. Y no se trataba sólo de saqueadores individuales, sino de familias enteras movidas por la desesperación, que aparecían incontrolables ante una sociedad que las tiene ocultas por temor a no saber qué hacer con ellas, en un país convertido hoy en constructor de nuevas oligarquías y de nuevas marginalidades. Habiendo olvidado su tradición de integración social, esa del mejor liberalismo, del mejor radicalismo y del mejor peronismo.

Pues bien, esta semana, en Tucumán, todo eso que no se quiere ver, se vio en plenitud: el poder oligárquico disfrazado de popular a través del voto fraudulento, las clases medias indignadas contra los patrones feudales y las masas manipuladas que algún día volverán a ser integradas cuando un poder popular en serio reasuma la conducción del país de los argentinos.

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