Esperanza verde de terciopelo

Me gustaba el terciopelo del tapete verde. Mi rostro apoyado sobre mi brazo derecho, enfocado hacia la ventana, permitía que mis ojos penetraran en el afuera, aquella primavera incipiente. La música lo afirmaba. Era inevitable que la naturaleza explotara con ganas. Mientras mi cuerpo apoltronado desvanecía su comodidad, mi alma se desprendía desplazándose lentamente hacia la galería.

Estaba atraída por el imán de los cánticos emanados de la estridencia orquestal del patio. Las mayólicas dibujaban las barandas y la escalera conducía a la fuente burbujeante y crispada, empeñada en salpicar a los pájaros violinistas.

Mi espíritu subyugado por la melodía estallada, oyó el grito. No pude llegar hasta él, pero el hombre vestido de negro, cruzó las baldosas en carrera y agazapado, para desaparecer detrás de los pinos. La conmoción hizo volverme bruscamente al cuerpo, y el brinco del corazón obligó a incorporar mi osamenta adormecida.

Mi mirada temía ahora atravesar la ventana. Me acerqué a cerrar las cortinas y me negué al exterior. El teléfono sonó intenso y la voz del otro lado informó como un susurro… Braulia había muerto. Su corazón se había detenido mientras cortaba flores en los canteros del patio, debajo de las pérgolas. Volví a mi sillón.

Realmente el terciopelo verde me agradaba…Y esta vez lo acaricié con fruición. La puerta de roble pesado se abrió después de los golpes del llamado. Ponti me trajo la bandeja con la merienda y las pastillas del horario, las que me mantenían aún con vida. Apoyó el servicio sobre el tapete verde. Pregunté sobre los oficios necesarios, ambulancias, familiares, en fin todo lo adecuado, pidiéndole se hiciera cargo.

Ponti ya lo sabía. Últimamente lo hacía, estaba acostumbrado. Sucedía que Braulia era la cuarta en un año. Las autopsias siempre daban el mismo diagnóstico forense…paro cardiorrespiratorio. Cada cambio de estación ocurría lo mismo. Para el próximo verano, apenas faltaban dos meses.

Acontecería cuando las flores escasearan achicharradas en los canteros, cuando los árboles repletaren sus copas abigarradas, de hojas en tupidos macizos, y el sol brillare su intensidad sobre el verdor de los bosques. Sería entonces, cuando el hombre de negro cruzaría el patio quizás otra vez.

Ponti seguía allí erguido delante de mí, muy inquisitivo. Su mirada era interrogante… ¿Quién sería el próximo? Sin darme por aludida, tomé mis pastillas de la bandeja de plata, y levantando el frasquillo de cristal, con los comprimidos sin consumir, le dije sin atreverme a enfrentar sus tristes ojos… “Llévatelos, por favor”.

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