Esperando la inversión

El gobierno tuvo éxito en las tareas inmediatas y a priori más difíciles, pero se empantanó en la transición y quedó políticamente a la defensiva.

La economía argentina atraviesa el momento más difícil del año. Y si algo quiere el Gobierno es que así sea: que este trimestre sea realmente el pico de las dificultades de 2016.

Los cinco meses de gestión de Mauricio Macri, al cabo de 150 meses y medio de kirchnerismo, muestran resultados dispares respecto de lo que eran las expectativas y las dificultades más importantes a resolver para el nuevo gobierno.

La salida del cepo cambiario fue mucho menos traumática de lo que se esperaba; la negociación con buitres y holdouts y el fin del default se hizo mucho más rápido de lo que se pensaba y la reducción de los subsidios a los servicios públicos, en particular en el área metropolitana de Buenos Aires, donde reside casi un tercio de la población argentina, aunque dolorosa, no generó hasta ahora ninguna rebelión de usuarios o cosa parecida.

Pero, claro, todos esos ajustes significaron un cimbronazo al bolsillo de los consumidores y a los costos de las empresas, y extendieron y profundizaron dos inercias preexistentes: aumento constante de los precios, hasta bordear en abril una tasa anualizada cercana al 100% anual, y tendencias recesivas, que llevaron a una fuerte caída del consumo (que explica más de dos tercios del PBI argentino) acompañada de pérdida del poder adquisitivo de los salarios y de empleos, en particular en la construcción, el sector más afectado por las incertidumbres del cambio y por la ralentización de las obras públicas.

A esos costos inevitables del sinceramiento y normalización de la economía (el cepo y el retraso del dólar como ancla antiinflacionaria eran insostenibles, como reflejaba la evolución de las reservas del Central, al igual que el mantenimiento de subsidios por más de 200.000 millones de pesos al año en un marco de alto déficit fiscal) el Gobierno agregó errores no forzados.

El primero fue el descuido del Banco Central tras la salida del cepo, cuando -primero- dejó que el dólar se estacionara por un tiempo por debajo de los 13 pesos sin aprovechar para comprar divisas y establecer una banda orientativa de cotización, y -luego- cuando bajó apresuradamente las tasas de interés y dejó escalar el valor de la moneda norteamericana hasta superar los 16 pesos, activó alarmas y lo llevó a disponer una política de altísimas tasas de interés para hacer más atractivas las colocaciones en pesos.

Pudo entonces controlar el dólar pero profundizó aún más las tendencias recesivas. La política monetaria se volvió así la principal herramienta para combatir el alza de precios, lo que es un problema en una economía en la que el crédito bancario representa apenas el 13 % del PBI y en la que, en consecuencia, el efecto antiinflacionario de la moneda dura es más débil y tarda más en hacerse ver.

La tarea del Banco Central tiene, por cierto, mucho que ver con la herencia recibida: no sólo la ruinosa venta de “dólares futuros” que había dispuesto el gobierno anterior, sino también la fenomenal masa de Letras del Banco Central (Lebacs) con que se intentaba contrarrestar una emisión monetaria de 45% anual. Así, por caso, sólo en este mes, el BCRA debe renovar una masa de 280.000 millones de pesos en esos títulos que, si cancelara en pesos, llevarían a una oleada hiperinflacionaria.

El sobreesfuerzo del BCRA tiene que ver, también, con otro error no forzado: el exagerado aumento de los combustibles (31% en lo que va del año), en línea con la política que los gobiernos K iniciaron en 2008, con la “argentinización” de YPF, y profundizaron a partir de 2012, con la “recuperación” de la mayoría estatal. De tener precios locales del petróleo y el gas que eran una fracción de los internacionales, la Argentina llegó a casi duplicar los valores mundiales. Hoy, por caso, el precio del crudo “Medanito” es 50% más alto que el del “Brent”, uno de los más caros del mercado internacional.

Esta política no es tanto consecuencia de tener un ministro de Energía petrolero -Juan José Aranguren, ex CEO de Shell Argentina- como de la fuerte influencia que ejerce el poderoso empresario Carlos Bulgheroni sobre funcionarios y empresarios del sector e incluso sobre el presidente Macri, a quien corre con el fantasma de suspensiones y despidos de miles de empleados petroleros en el sur.

Los petroleros no son tantos (unos 62.000 empleos directos, a un salario promedio de 65.000 pesos mensuales), pero son bravos. Allí está el antecedente de Cutral-Có, donde en 1996 ex empleados de YPF iniciaron la era de los piquetes y cortes de ruta, modo de protesta que se extendió y popularizó en las siguientes dos décadas.

Una economía de alta inflación, recesiva y en transición puso al Gobierno a la defensiva políticamente. Es el escenario de la “ley antidespidos”, cuya media sanción juntó en el Senado al massismo, el kirchnerismo y el peronismo a secas. Con el proyecto avanzando en las comisiones de Diputados, la tardía reacción oficial fue juntar a varios centenares de empresarios en el compromiso de que no despedirán gente por al menos 90 días.

Hubiera sido mejor juntarlos antes y comprometerlos a ser más prudentes con los precios mientras la economía atraviesa la etapa de ajuste. En todo caso, la verdadera medida del éxito sería que empiecen a invertir porque, sin inversión, no habrá legislación ni apelaciones que valgan.

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