"Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor
Ignorante, sabio o chorro
generoso o estafador
Todo es igual
nada es mejor
lo mismo un burro
que un gran profesor
No hay aplazaos
ni escalafón.....
Enrique Santos Discépolo. compositor, músico, dramaturgo, cineasta y peronista".
Las dos noticias más importantes y polémicas de esta semana, las que sacudieron a la opinión pública en un debate a favor y en contra (aunque felizmente muchos en contra y pocos a favor) fueron una decisión de la Dirección General de Escuelas de Buenos Aires que reduce las exigencias educativas a casi cero y unas declaraciones de un periodista que sostuvo lo bien que se vive en las villas de emergencia. Detrás de ambas posturas se encuentra la misma ideología, la cual, además, es hoy la ideología oficial.
La ley bonaerense es casi un compendio de este modo de pensar: ya no hay más libreta de calificaciones sino de “trayectoria”, porque calificar o evaluar con un criterio general es injusto. Hay que seguir la historia particular de cada alumno y poner a cada uno una nota distinta aunque rindan igual y, si es posible, no ponerle ninguna nota porque la misma es “sancionatoria”. El abanderado puede serlo por estudiar, por tratarse del mejor compañero, por tocar mejor la guitarra o por cualquier otra cosa. Los primeros años de la primaria no se repiten. Aunque uno entregue la hoja del examen en blanco la nota mínima es 4, porque el rojo del 0, 1, 2 y 3 es “estigmatizante”, como si te pusieran la marca del diablo en el cuerpo. Si un pibe tiene diez años y jamás fue antes a la escuela, entra al grado que corresponda por su edad, no por su conocimiento. Y la lista sigue, aunque no empezó ni termina con esta extravagante ley.
La idea es que la escuela cada día sea más permisiva porque, como dice el ministro Sileoni, “a los chicos los tenemos que tener en la escuela. si no, se van a la esquina”. O como afirma la directora nacional de nivel primario, Silvia Storino: “Uno aprende más cuando te lanzan para adelante, no cuando te retrasan a te castigan”. O como dice el docente Mariano Molina: “No aplazar no es bajar el nivel sino entender diferencias. La idea de no aplazar responde conceptualmente a la idea de no estigmatizar y de no frustrar... Estamos cuestionando las tradiciones punitivas de la educación y generando prácticas que terminen con el estigma de ganadores y perdedores”. O sea que están cuestionando casi toda la educación tal como se la entendió desde Antes de Cristo hasta la actualidad, incluida la de los socialistas revolucionarios de Cuba o Ecuador, incluso más exigentes que los capitalistas neoliberales.
Pocos meses antes de que Néstor Kirchner ganara las elecciones, en noviembre de 2002, desde Los Andes le hicimos una entrevista a quien luego sería su ministro de Educación, Juan Carlos Tedesco, brillante pedagogo que defendió estas tesis al dar por tierra con la idea milenaria de que la escuela sirve para integrar los chicos a la sociedad. Tedesco dijo que en vez de unir escuela con sociedad, hay que hacer exactamente al revés, porque “la escuela no debe reproducir los valores que existen fuera de ella sino cuestionarlos”. Para el especialista en ciencias de la educación, la escuela en vez de ser el lugar de la integración social, debe ser el de la “resistencia” contra el neoliberalismo; en vez de dar cultura “debe ser una contracultura, contra esa concepción de la globalización que hoy vivimos”.
En síntesis, más que enseñar la cultura de la sociedad como lo viene haciendo el ser humano desde que surgió en la faz de la tierra, la escuela moderna debe crear otra cultura. Termina Tedesco: “La escuela no creó cultura hasta ahora sino que reprodujo valores dominantes, pero en una sociedad de exclusión como la actual la escuela debe también crear cultura, no sólo transmitir valores; debe moverse con un alto grado de aislamiento o ruptura con la cultura dominante”.
Se trata de una utopía fundacional, una ideología pletórica de desmesura que propone negar la historia de los últimos siglos y empezar una nueva: transformar a la escuela en una fortaleza de resistencia contra la sociedad y armar un ejército de pedagogos que enseñe a los chicos una cultura opuesta a la que existe afuera de la escuela. Los pedagogos, como si fueran una nueva clase social, quieren tomar el poder político usando a los pibes de conejillos de india.
Lo que estamos viviendo hoy son las consecuencias de ese modo de educar que se llevó en esta década hasta sus últimas instancias, aunque su resultado no fue el de transmitir una contracultura opuesta a la socialmente dominante sino el de no transmitir cultura alguna y transformar la escuela en un depósito de alumnos. Es que en el fondo la verdadera ideología que se sostuvo estos años es que el niño debe permanecer en la escuela a como dé lugar. Si para que no se vaya ni un solo alumno es necesario que nadie aprenda nada, pues que nadie aprenda nada. Ésa es la ideología contenedora que, solapadamente, un ejército de ideólogos comunica sotto voce a los maestros todos los días en todas las escuelas del país, aunque se disfrace de progresismo.
Si trasladamos esa misma ideología de lo educativo a lo social, pues entonces una presidenta de la Nación nos dice que las villas están cada día más lindas porque cada vez tienen más antenas de tevé; la agrupación preferida de Cristina nos propone celebrar el Día del Villero y un periodista famoso nos habla de ¡lo hermoso que es vivir en las villas! O sea, nos dicen que hoy lo revolucionario es mantener la pobreza.
Es un suicidio educativo y social lo que estamos viendo. Estamos frente a educadores vergonzantes. Les da vergüenza enseñar y por eso lo hacen con temor, pidiendo permiso a los alumnos y a los padres, los cuales les contestan con toda la soberbia que tal cobardía de los pedagogos les permite. El objetivo es que los chicos estén encerrados en las escuelas y los pobres en las villas para que ni los jóvenes ni los pobres molesten a la élite dominante. Como nos hemos rendido en ganar las batallas contra la pobreza y contra la ignorancia, dejamos a los pobres y a los alumnos aislados en guarderías o villas para tapar nuestra incapacidad.
Por eso hacemos de la escuela un ambiente sin obligación alguna, un sustituto de la televisión y alabamos ¡lo bien que se vive en las villas! Mientras los alumnos quisieran aprender y los pobres progresar, el poder político e ideológico les dice que no se preocupen que en la escuela están bien porque están todos, que lo importante no es aprender sino estar juntos adentro. A los villeros se les dice que cada día las villas están más hermosas, que están llenas de antenas de televisión. Que están a pocas cuadras de los cines del centro, por eso estar en una villa es estar más cerca de la cultura.
Es una ideología tremenda, autodestructiva, suicida, que nos está dejando sin educación y nos está llenando de pobres. Que logra exactamente lo contrario de lo que se declama. Defender a ultranza la pobreza y la ignorancia.
El gran objetivo social del primer peronismo, el del 45, fue sacar a los pobres de las villas donde habían caído cuando llegaron del campo a la ciudad. Para eso les construyeron el barrio obrero o les dieron plata para hacerse la casita propia. No se trataba de ampliar la villa, sino de eliminarla. Hoy el pobre es marginal al sistema. En aquellos tiempos se lo consideraba central. Sin él no habría industria, por eso el proletariado era la columna vertebral del sistema económico-social. Además, el pibe pobre que iba a la escuela a aprender (no simplemente a vegetar) le enseñaba a su padre que debía cuidar la casita que lograron con tanto esfuerzo, mientras que hoy es al revés: son los padres que recibieron aquellos valores del primer peronismo los que cuidan las casitas que sus pibes, que caen en el paco, destruyen.
Es que pocas veces una ideología, que para colmo se dice progresista, defendió con tanto énfasis la permanencia en la villa y la escuela para no aprender. Ni siquiera las ideologías más conservadoras o reaccionarias se atrevieron a tanto.