Entre las calles de la ciudad y el Ujemvi

La autora revive sus días de niña, adolescente y joven entre las casas de sus abuelos y las diferentes mudanzas, así como su paso por distintas escuelas.

Estar lejos de Mendoza y revivir la infancia y la adolescencia es un viaje espléndido y también doloroso. Lo que parecía eterno se escondió para siempre en una calle, un barrio, un aroma…

Mi padre, Roberto Muñoz Lemme, trabajaba por la mañana en el Juzgado de Menores y por la tarde, como periodista, en diario Los Andes.

Mi madre, María Josefina Orozco, era maestra rural. Soy la mayor de cinco hermanos, Roberto (Pacho), Santiago, Carina y María Soledad.

La menor nació a fines de los ‘70, dándonos luz, en plena dictadura.

Pienso, mirando con perspectiva, que sobrevivimos con imaginación a esas transiciones geográficas y afectivas que son las mudanzas y los cambios de colegio.

Entre las primeras casas memorables están las de mis abuelos, satélites donde mis padres nos repartían, como bollos calentitos, cuando fallaba la persona que nos cuidaba. Una chica joven, generalmente, con la que construíamos una amistad de fierro y armábamos verdaderos desastres.

Puedo decir que me crié en varios barrios, casi universos paralelos, durante muchos años. Mis abuelos maternos Juan Alberto y María, maestros jubilados, y mi tío Carlos, vivían en Martín Zapata 16, a unos pasos de las vías del tren. Una casona con vitrales de colores y zaguán; un extenso patio, donde montábamos verdaderas trincheras entre helechos, españolitas y geranios.

En calle José Federico Moreno, casi Buenos Aires, residían mis abuelos  Miguel y Carmela. Casa de paredes de adobe, de color rosado y hacia el fondo, un jazmín del país. Felicidad: entrar en esa casa y ver a mi abuelo.

Las primeras letras las aprendí en el Corazón de María. Fui de la primera promoción y allí recité versos patrios que me encendían el pechito de fervor y argentinidad. Tuve una maestra-madrecita inolvidable, Susana Vera.

Vivíamos, por entonces, en un departamento en la calle Arístides Villanueva, propiedad de una tía abuela, donde Batman y Robin, desde la tele, habían convencido a mis hermanos que era posible volar si te atabas con una cuerda a los barrotes del balcón y te lanzabas al vacío... (Menos mal que siempre alguien daba aviso). Familias como los Da Souza o los Yussen propiciaron una niñez feliz.

Otro cambio, durante los '70, la Sexta Sección: el callejón Abraham Lemos, número 3.327. Nuestra primera vivienda propia. Juego de sillones y tocadiscos de estilo, adquiridos durante un sorprendente "Rodrigazo", que jugó a favor. Puertas y ventanas abiertas a la música; se mezclaban las imitaciones de Sandro a cargo de mi hermano Pacho con insurrectos Sui Generis, The Beatles, Santana, Led Zeppelin...

La púa insistiendo mil veces sobre “Stairway to heaven”, (Escalera al cielo), Liza Minelli, el jazz, papá y mamá bailando... Las veces que Santiago venía con alguna quemadura de petardo en la cara, acción que, mi padre, condenaba en sus crónicas del diario: “... la irresponsabilidad de esos padres que no controlan la pirotecnia que manipulan sus hijos...”.

Época de risas y absurdos. Los gatos de Carina, las palomas criadas por mi hermano y el perfume de la retama plantada por mi abuelo andaluz, convivían en una ensalada barrial formidable. Vecinos de entonces, los Baena, el músico Horacio Rosas y su familia, la barra de amigos de mis hermanos, quienes, como una tribu secreta, sólo tenían seudónimos.

Era buena alumna, pero extremadamente tímida. Fui a dos colegios de monjas diferentes desde los 9 años y no logré adaptarme.

Llamaban a mi padre para decirle: “Su hija no habla”. Mi papá respondía siempre lo mismo: “En casa es un terremoto”. Jamás me retaba, sólo me decía: “Hacé un esfuerzo nena, disimulá y comportate como una niña normal”.  (“¡Grite, Muñoz, grite!”, me espetaba una maestra, que no pienso delatar, mandándome al fondo de la clase).

Como venganza, los fines de semana, imitaba a profesores y dirigía obritas de terror en casa de mi madrina Chichí, actuando con mis primas Lili y Minú. Un público sin sustitución en este mundo.

Aterricé, en 1974, en la escuela Normal Tomas Godoy Cruz, turno tarde. Compartí banco con mi amiga Gloria Caballero, estudiando inglés y alemán con su madre, Martha Feldt, luego del horario de clase. Tuve maravillosos compañeros en el bachillerato en Letras.

Conocimos, yendo a clase, a Sui Generis (Charly, Nito, Rafanelli). Nos invitaron al ensayo por la tarde en el Pacífico, ¡Gloria y yo las únicas espectadoras! Nadie nos creyó, por supuesto. Por la noche, fuimos al recital y llevamos amigos gratis. Ahí sí nos creyeron.

Final de recorrido: barrio Ujemvi, nacido de la gestión de varios gremios, entre ellos, la entusiasta y activa labor de mi madre, Fina, desde el SUTE.

Enorme barrio lasherino de finales de los ‘70, con zanjón como frontera, incluido en el precio. En mi misma cuadra: Los Morán-Sibilla, Guiñazú, Pituca, Cristina Casals, Titi... Pasando el zanjón, vivían las familias de Jorge E. Oviedo y Enrique Ferrari.

Éste se comunicaba con mi padre en inglés, para contarse “cosas” que no podíamos oír, y se reían solos. Todos buenos vecinos... Una taciturna juventud en una época teñida de dictadura y silencio, donde escribir poesía en grupo era un gesto de valentía sin precedentes. Mis padres temblaban. Publicamos “Estamos vivos” y “Sálvese quien pueda”.

Luego de una breve experiencia en Artes Plásticas entré a la Escuela de Teatro de la UNCuyo. Establecimiento  que transformó miedos en fortalezas, dándome herramientas para convertir la vergüenza en expresión libre y creativa. Entre los profesores, recuerdo a Luisa Gámez, Elcira Lena, Natacha Anzorena, Benito Talfiti y a un grupo de compañeros inolvidables.

Me fui del barrio cuando me casé, en 1987, con Jorge Aveni, a quien conocí en la Escuela de Escenografía. Luego de un periplo de siete años en la Patagonia y una vuelta a Mendoza del mismo período, partimos a España... De mudanza, otra vez. Quizá una marca de nacimiento.

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