Entre la herencia y la urgencia

Aunque el telón de fondo de la corrupción y el cinismo kirchneristas embellezcan por contraste la imagen de Macri, al gobierno se le estrechan los tiempos para revertir el legado.

Con el espectáculo político-judicial de la corrupción K como telón de fondo, la imagen del presidente Mauricio Macri sigue resistiendo los paupérrimos resultados de la economía.

Pero aunque a diario conozcamos nuevos detalles del latrocinio (del diccionario de la Real Academia Española: “Acción propia de un ladrón o de quien defrauda a alguien gravemente”) que asoló el país durante la “década ganada” y que la propia ex presidenta Cristina Fernández y sus más destacados escuderos sigan, con su exhibición impúdica de cinismo y prepotencia, favoreciendo por contraste la tolerancia a la gestión macrista. Sus tiempos y los márgenes para mostrar resultados económicos positivos, se estrechan irremediablemente.

El Gobierno espera que en los próximos meses una baja de la inflación y una mejora temporaria del poder adquisitivo de los salarios sean la antesala de apuestas más duraderas para reanimar la economía: el pago de decenas de miles de sentencias jubilatorias y una mejora equivalente a cerca de dos millones de jubilados que no tenían fallos a favor o no habían siquiera iniciado juicio; tras una pausa de auditorías y ordenamiento administrativo, un plan de obras públicas que avance en tiempo y forma; y en fin, un blanqueo de capitales que arrime recursos al fisco e impulse un proceso de capitalización de una economía anémica de inversiones privadas y enferma de estatismo.

Uno de los dramas de la situación actual es que la población percibe un mega-ajuste, cuando en verdad el gasto público y el tamaño del déficit fiscal siguen escalando y se cubren, por ahora, con endeudamiento. El tarifazo, expresión de una reducción parcial de subsidios al consumo de servicios públicos (energía eléctrica, gas, agua, transporte), la principal apuesta para reducir esa brecha, quedó en un pantano jurídico a la espera de una incierta definición de la Corte Suprema de Justicia, mientras el Gobierno reaccionó -tardíamente- con una convocatoria a audiencias informativas.

Que el aumento del tamaño del Estado era insoportable y ahogó el desarrollo de la iniciativa privada dan cuenta algunas cifras:

-Entre abril de 2003, último mes pre-K, y diciembre de 2015, la recaudación impositiva aumentó de 5.453 millones a 145.034 millones de pesos, 2.860% más. El Estado pasó a recaudar, por día, tanto como antes lo hacía por mes.

-La única variable macroeconómica que aumentó aún más fue el gasto público: en 2015 el gasto consolidado de Nación y provincias trepó al 44% del PBI. En volumen y en dólares, pasó de menos de 50.000 millones en 2002 a 240.000 millones en 2015, año en que el déficit fiscal trepó a 300.000 millones de pesos, o 7% del PBI.

- Entre mayo de 2003 y diciembre de 2014, el Estado (Nación y provincias) sumó 346 nuevos empleos por día (por caso, la gestión Scioli, en Buenos Aires, creó más de un empleo y medio por hora, o casi siete si se cuentan sólo días hábiles y horas de trabajo). De resultas, hacia 2015, entre sueldos, contratos, planes sociales, jubilaciones y pensiones, el Estado firmaba 16 millones de pagarés al mes, casi el doble del número de empleos en blanco del sector privado de la economía.

-El empleo privado “formal”, que con sus aportes e impuestos sostiene el peso del Estado, se hizo cada vez más raquítico. En la Argentina hay hoy sólo 16 empleos formales “en blanco” cada 100 habitantes, y en las provincias del Noreste y el Noroeste la relación es de 10 cada 100 (en Chile, por caso, la relación es de 36 a 100).

El resultado es una estructura de trabajo improductiva y contraria al espíritu emprendedor. Una masa de “clientes” a la que, lejos de “empoderar”, el Estado K contribuyó a envilecer. Al respecto, la vara más relevante para medir la gestión nacional de Macri es la gestión provincial de Alicia Kirchner en Santa Cruz: un Estado fiscalmente quebrado, desbordado de empleados que cobran tarde y mal sus salarios, con una educación y un sistema sanitario al borde del colapso y ciudades como Caleta Olivia,  con severos problemas de provisión de agua potable.

No es de extrañar, entonces, que la Argentina haya caído en los rankings internacionales de competitividad y desarrollo. Por caso, en la edición 2015/16 del “Índice de Competitividad Global” del Foro Económico Mundial quedó en el puesto 106, sobre 140 países, detrás de Mongolia y Bután, y apenas adelante de Bangladesh y Nicaragua, con resultados aún más alarmantes en variables como “Eficiencia del mercado laboral” (puesto 139, delante sólo de Venezuela), “Eficiencia de los mercados de bienes” (puesto 138, apenas mejor que Chad y Venezuela) y “Desarrollo de los mercados financieros (132, superando sólo a Madagascar, Irán, Argelia, Haití, Guinea, Myanmar, Mauritania y Burundi).

Políticos, economistas, expertos en desarrollo y la propia población argentina coinciden en que nuestras posibilidades de competitividad e inserción mundial no pueden ni deben pasar por el bajo costo laboral. Ergo, necesitamos niveles educativos en constante mejora. Pero en lo que va del siglo XXI fuimos a contramano. Los resultados de las pruebas de educación PISA, que cada tres años realiza la OCDE, muestran que en 2000, cuando participó por primera vez, la Argentina lideró el grupo latinoamericano, superando a México, Chile, Brasil y Perú.

En 2006 ya había caído al sexto lugar, detrás de Chile, Uruguay, México, Colombia y Brasil y en 2009 al séptimo, superado también por Trinidad & Tobago, que participó por primera vez. En 2012 recuperó el sexto lugar, delante de Colombia, pero detrás de Costa Rica, que participó en lugar de Trinidad & Tobago. A nivel general, en la edición 2009 los estudiantes argentinos quedaron en el lugar 61, sobre 65, con malos resultados en todos los ítems evaluados: Lectura y comprensión de textos, Matemática y Ciencias.

Tal es apenas parte del saldo de la “década ganada” que necesitamos, cuanto antes, empezar a revertir.

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