Por Fernando Iglesias - Periodista. Especial para Los Andes
Durante más de una década, los miembros intelectualmente más prominentes de la progresía K, en sus dos vertientes destacadas: la posmoderna y la lacaniano-psicoanalítica, nos torturaron simbólicamente con esta expresión: “El diablo está en los detalles”. Para las personas de cultura elemental como yo, la frase quería decir poco. Al menos, en lo que se refería a la política argentina. Lejos de esconderse en minúsculos repliegues, el kirchnerismo administraba el país con la brutalidad habitual de quienes creen haber llegado al poder para nunca abandonarlo. Si alguna frase se adecuaba a su modus operandi no era esa, la del diablo y los detalles, sino más bien la opuesta, que sostenía que la mejor manera de ocultar un elefante es entremezclarlo en una manada de elefantes.
Transcurrieron los años. La manada de elefantes de la corrupción K se hizo tan grande que ya no fue posible ocultar la masacre de Once detrás del caso Skanska ni el manoteo del plan Cunita debajo de Sueños Compartidos, y el kirchnerismo perdió las elecciones a pesar de la delirante combinación de atraso cambiario y emisión descontrolada que permitió el +2,5% del PBI en 2015. De consecuencia, el poder se fue a otra parte, dejándolos desnudos y a los gritos. Fue entonces, por una paradoja sutil del destino, por una forma de justicia poética, que los detalles del modus operandi kirchnerista llegaron por fin al conocimiento de la ciudadanía en una escandalosa revelación de los detalles del subconsciente K que espero haya colmado las expectativas de posmodernos y lacanianos.
Me refiero, claro, a la marea de picantes intercambios telefónicos entre miembros de la élite kirchnerista, oportunamente denunciados en 2008 como lo que siempre fueron: no un grupo político que se corrompió sino una asociación ilícita que se dedicó a la política. Mi preferida, por supuesto, es la llamada de la ex Presidente de la Nación al ex director de los Servicios de Inteligencia argentinos que comienza por el imperecedero “Soy yo, Cristina, pelotudo”. Resumiendo el contenido operativo de la conversación, la ex Presidente se comunicó con el ex jefe de espías para avisarle del reportaje que su antecesor había concedido a un diario. Repito: a un diario. En el transcurso de la conversación se hace evidente además que ninguno de los dos maneja otra información que la publicada por La Nación, que el jefe de espías gusta esperar pacientemente la llegada de la edición en papel para acceder a su contenido y que la ex Presidente, que lo reta por no usar internet, no es capaz de loguearse en un sitio perfectamente accesible a millones de usuarios que no han tenido bajo su responsabilidad la conducción del país. Gentes así nos gobernaron doce años. Los votamos para que nos gobernaran tres veces. Desde los tiempos del Súper Agente 86 y el zapatófono que no se veía nada parecido.
Que la imbecilidad no nos tape la miseria humana. Pelotudo, le dice la ex Presidente a su amigo y compañero de fechorías, y de su marido, desde los gloriosos tiempos de la privatización de YPF que iba a traer soberanía a la Patagonia, según Néstor, y de la cual el joven diputado Parrilli fue entonces miembro informante. La que habla es la última Presidente del Partido del Primer Trabajador que otorgó la dignidad a los laburantes argentinos, y le dice, dignamente, pelotudo. Le está hablando además, es evidente, a un subordinado que recibe órdenes de ella, a alguien que de ninguna manera podría haber devuelto el insulto con un “pelotuda” sin perder su puesto de trabajo. De allí, y del más que probable conocimiento de Parrilli de que la conversación estaba siendo grabada, su sumisa y lacónica humillación, su aceptación simuladamente risueña de la agresión verbal y el maltrato.
Nada cuesta recordar las palabras de aquella ascensorista de Casa Rosada conmovida porque Macri le dijo “Buenos días”, el “hijo de puta” administrado al compañero Pichetto y las famosas tocadas de culo de Néstor a sus ministros e imaginar que desde siempre fue ese, el de la humillación y el sometimiento, el trato que los Kirchner dispensaron a quienes consideraban sus subordinados, unos cuarenta millones de personas cuando llegaron a la Presidencia. Y la cosa adquirió recientemente ribetes sainetescos con el “No voy a ir ni en pedo” referido al Congreso del Partido del subsuelo sublevado de la Patria; genialmente seguido de un consejo quirúrgico -“¡Que se suturen el orto!”- dirigido a todos sus dirigentes por parte de la doctora, tan hábil para un exhorto como para una cirugía. Faltó solo el ponciopilatista de turno exigiendo a los críticos apocalípticos del kirchnerismo que le reconociéramos al kirchnerismo lo que hace bien: primero te lo rompe, pero después te lo sutura…
Por supuesto, el destrato de los poderosos a los supuestamente empoderados no se detuvo en estas minucias escatológicas. “Hay que matarlo” le dice Cristina a Parrilli refiriéndose a Stiuso, un ex servidor del kirchnerato caído en desgracia con la denuncia de Nisman. Lo sé. Se usa. Pero tan cierto es que muchas personas violentas utilizan esta fórmula sin por ello llegar al asesinato como que la violencia asesina empieza, sin excepciones, por expresiones y órdenes como esa. Estamos hablando, además, de una persona que cuando era la máxima autoridad del estado fue señalada por haber dado una orden similar -“Sacámelo de encima”- referida al juez Bonadío y -sobre todo- de la acusada por un fiscal que cuatro días después de presentada su denuncia yacía en el baño de su departamento con una bala en la cabeza. A pesar, o debido, o qué se yo, de que gozaba de una custodia especial cuya cadena de mando terminaba, justamente, en la mismísima ex Presidente.
Menos mal que estaba a mano otro kirchnerista de ley, el doctor Zaffaroni, para aclarar las cosas. “Si está vivo, lo ahorco” manifestó a la prensa hace pocos días, también en broma, el autor de los hits “Sin luz no hay violación” y “Hábeas corpus denegados”. Para aclarar, al día siguiente, que no era su real intención matar a Nisman dado que ya estaba muerto. Una aclaración que ayudó a despejar las pocas dudas que quedaban acerca de la suerte corrida por Nisman.
Sin embargo, lo más grave y probado del diálogo matinal Cristina-Parrilli fue la orden inequívoca de salir a apretar fiscales y jueces. ¿Para qué otro motivo podría haberle ordenado Cristina a Parrilli que hiciera la lista de los jueces y fiscales intervinientes en la causa al mismo tiempo que se lamentaba de que “no habían hecho nada”? Y por si algún margen de duda quedaba vino a deshacerlo el reciente “Hay que terminar con este psicópata, llamalo a Martín y que se mueva para apretar a jueces y fiscales para que citen a Stiuso".
Vulgaridad, intimidación, humillación, violencia, sometimiento, guaranguería, aprietes. El diablo estaba nomás, también, en los detalles. El reciente viaje al subconsciente K que nos permitieron las gloriosas grabaciones dejó a la vista lo que hace una década estaba a la vista pero los afectados por el síndrome de Estocolmo no querían mirar; especialmente, los que creen que lo han entendido todo por haber leído a Foucault y Derrida. Se trata, probablemente, del inicio de la temporada de carpetazos y festival de los servicios en que un cuarto de siglo de hegemonía peronista ha convertido a los años electorales argentinos. Para decirlo con las palabras de Recalde: “En esto de truchar conversaciones, tenemos experiencia”. Y la tienen, qué duda cabe. Los peronistas, quiero decir; ya que un gorila como uno no se imagina a Illia, ni a Alfonsín, ni a de la Rúa, diciendo “Pelotudo. Hay que matarlo. Usá internet. Llamá a Martín, que los apriete”.
Lo sé, compañeros. Todo este lodo putrefacto y maloliente de la política como espionaje no es culpa del peronismo ni de los peronistas, sino de los infiltrados en el glorioso movimiento. El neoliberal Menem. Los montoneros Kirchner. El último gobierno verdaderamente peronista nada tuvo que ver con cosas tan desagradables como estas gracias a los comprobados servicios de los compañeros Lopecito e Isabelita...