El Papa que está solo y espera

Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com

En los años 30 del siglo XX, Raúl Scalabrini Ortiz escribió un pequeño libro, “El hombre que está solo y espera”, donde hablaba de la búsqueda de identidad del porteño. Lo caracterizaba como una persona que vivía en una sociedad que, habiendo alcanzado un buen nivel de realizaciones materiales, aún no había logrado que las mismas se enraizaran en el espíritu popular.

El porteño, según Scalabrini, es un hombre solitario pero enfáticamente apasionado, a la espera de un proyecto de país que lo incluya. El libro es un llamado a cubrir de espiritualidad el progreso material de los argentinos de aquel entonces, cuando ya se empezaba a dudar de la solidez del desarrollo económico alcanzado.

Podría decirse que el pensamiento del joven Scalabrini era preperonista porque cuando una década después llegó Perón al poder, el escritor creyó ver en su programa la encarnación de los ideales que predicó en su libro.

Es posible que debido a su modo de ser, el Papa Francisco se sienta identificado con los sentimientos de “El hombre que está solo y espera”, queriendo cubrir de espiritualidad un país cuya gente no logra acabar de construir un modo de vida compartido, un país eternamente propenso a caer en viejas e incluso superadas divisiones cuando algún aprendiz de brujo las rescata del baúl de los objetos perdidos.

Es con esa desilusión que Jorge Bergoglio se fue a cumplir su Papado, cuando ya se imaginaba una jubilación donde militar las rimas de su soledad y de su espera porteña, con los pobres a los que siempre protegió y con esa summa de buenos amigos con los que vivía compartiendo reflexiones scalabrinianas sobre el ser de los argentinos.

Pero el destino lo puso frente a alternativas que no buscó. Como la de convertirse en un opositor al gobierno de los Kirchner, aunque en realidad él jamás lo haya sido.

Ocurre que en la construcción de la grieta artificial fabricada en la Argentina a partir de 2003 ninguna persona con una opinión política podía ser sino amigo o enemigo del gobierno. No se permitían, desde el poder, términos medios. O mejor dicho, en el medio sólo quedaron los que querían lucrar con los dos bandos, los oportunistas. Bergoglio, diciendo lo mismo que había dicho siempre, poniendo al poder los mismos límites que desde su misión religiosa le puso siempre, quedó ubicado en el lugar del enemigo.

Quizá por eso muchos hayan pensado, cuando llegó a Papa, que su meta política sería la de acabar con el régimen que lo impugnó, como de algún modo hizo Juan Pablo II con el comunismo polaco. La gran diferencia es que Juan Pablo II fue efectivamente un combatiente contra el totalitarismo de su país, mientras que Francisco sólo fue considerado enemigo por el poder oficial, pero él nunca creyó estar combatiendo contra los K, salvo en la defensa de principios irrenunciables.

A Bergoglio el papado lo entusiasmó porque el jesuita argentino jamás rehuyó de las cosas del poder para las que se siente bien calificado, pero por el otro lado debe haber sentido la nostalgia de dejar atrás y para siempre la ciudad y el país a los cuales era tan culturalmente afín. Porque si Bergoglio es en algo peronista, lo es en el sentido scalabriniano del porteño típico enamorado de las esencias de esa gran ciudad y del país que la acuna; un porteño que ve el mundo a través del prisma de la nostalgia, el tango, los amigos y la misión espiritual de rastrear la esencia identitaria de un país que aún sigue sin encontrar su lugar en el mundo.

No obstante, la vida quiso que la verdad que iba a buscar al final de su vida con charlas filosóficas entre amigos, debió buscarla desde el centro del mundo, convirtiéndose además en uno de los argentinos más importantes de la humanidad. Por eso, todos los días que ve a un argentino, en las actitudes del Papa, incluso sus más políticas, parecen reflejarse sentimientos melancólicos por haber tenido que dejar de ser uno de esos hombres que están solos y esperan.

Por saber que se irá del mundo sin ya jamás poder volver a su Buenos Aires querido y bucear entre sus sabidurías ancestrales ocultas en las profundidades populares.

Es difícil juzgar las actitudes del Papa con respecto a la Argentina sin entender ese clima sentimental con que vive su relación con el país. Él fue víctima de una grieta que se estimuló desde el poder y se fue del país cuando ella estaba en pleno apogeo.

Luego pudo amigarse con los forjadores de la grieta más por el oportunismo de los divisionistas que por voluntad de estos en superar los desencuentros. Y los recibió con extrema benevolencia, aunque el ofrecerles la otra mejilla no sirvió para que el hereje se convirtiera porque no varió ni una sola mala conducta.

Sin embargo, hoy la grieta político cultural en la Argentina está en franco retroceso, porque su artificiosidad sólo podía mantenerse desde un poder que viera como positivo mantenerla. En la actualidad casi nadie, excepto los que la forjaron, ve como positivo mantenerla: ni en el oficialismo ni en la mayoría de la oposición.

No obstante, el Papa parece creer que ese problema en la Argentina sigue siendo tan importante como cuando él se fue a Roma. En su momento, en 2013, cuando se marchó, su papel político estilo Mandela para con nuestra nación fue bienvenido porque era el único argentino que por su poder universal podía ponerse por encima de las facciones en pugna.

Pero esa Argentina está tocando a su fin y con él ese papel del Papa, porque el país puede no haber solucionado aún ninguno de sus problemas, pero lo cierto es que si hay un peligro que no corre es el de gestar una división dramática como la del 55. Los argentinos, en su inmensa mayoría, no se sienten divididos en dos como en ese entonces. Y si Francisco cree eso, se equivoca.

El Papa tampoco podrá esperar que sus amigos con los que pensaba compartir las reflexiones sobre el país que queremos ser y que aún no somos y sobre la espiritualidad que deberá alumbrar esa construcción, sean buenos intermediarios que comuniquen debidamente sus palabras al resto de los argentinos. Francisco no puede ni debería tener interlocutores que hablen por él, porque generalmente, con mejor o peor voluntad, tergiversan sus palabras o aún sin malas intenciones arman confusiones mayúsculas.

El Papa sólo debería hablar por sí mismo y dedicar a la Argentina la importancia que este país tiene efectivamente en el mundo porque, si no, corre el riesgo de que sus afectos le hagan mirar con un prisma distorsionado a la tierra de sus amores. Esto no implica que no pueda seguir amándola igual y charlar profundamente de ella cada vez que en Roma se reencuentre con sus viejos o nuevos amigos.

Para ello puede ser aleccionadora una nota publicada en esta misma edición de Los Andes acerca de una charla del Papa con Julio Bárbaro, un amigo suyo que quiere seguir buscando con Francisco la verdad, pero que no se quiere vender de intermediario del Papa ni aunque el Papa se lo pida, ejemplo que muchos deberían imitar.

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