El latinoamericacentrismo

Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com

Durante lo que va del siglo XXI dos cruciales cambios geopolíticos ocurrieron en dos continentes muy alejados entre sí: Asia y América Latina, donde sus destinos se entrecruzaron como quizá nunca había ocurrido antes.

Ocurre que los países asiáticos, en particular los dos gigantes, China e India, incorporaron a grandes masas de sus poblaciones al consumo masivo, propiciando políticas aperturistas en lo económico, que antes rechazaban. Sobre todo el comunismo chino, un fallido laboratorio político que ante la caída de la URSS y para evitar un destino similar, su jerarquía dirigencial produjo un drástico viraje a fin de mantenerse en el poder. El modelo aplicado fue una especie de capitalismo en lo económico y comunismo en lo político, ambos bien salvajes, o sea llevados a sus últimos extremos. Un neoliberalismo autoritario ideal para que ex-países socialistas puedan cambiar todo sin que que ninguno de sus dirigentes cambie. Hoy Cuba discretamente está explorando su adaptación a dicho esquema, que consiste en aliarse económicamente a EEUU pero copiando la fórmula china de gobierno.

Ese inmenso cambio asiático tuvo una fenomenal repercusión en América Latina ya que llevó a una colosal alteración de los términos de intercambio económicos como no ocurría en décadas o siglos. Es que nosotros, en tanto tradicionales proveedores de materias primas, vimos aumentar el precio de nuestros commodities ante la necesidad vital y urgente de los grandes países asiáticos de alimentar a sus multitudinarias poblaciones incorporadas al consumo masivo.

Este sustancial cambio económico produjo casi simultáneamente cambios políticos continentales de igual magnitud. El primero y más auspicioso fue el de que la potencia latinoamericana por excelencia, Brasil, pasó a intervenir en las grandes ligas internacionales. Ya estaba lista para incorporarse a los decisores mundiales y, se suponía, dicho “país continente” arrastraría al resto de sus vecinos hacia una incorporación a la globalización, ya no como globalizados (o dependientes) sino como actores clave en su gestación.

Con la conformación de gobiernos socialdemócratas en Brasil, a través del liderazgo de Lula, el mundo vio entusiasmado cómo América Latina se desperezaba, al igual que Asia, y empezaba de a poco a ser actor central junto a los líderes de Occidente -Europa y EEUU- produciendo con su intervención sanas competencias para modelar un mundo más plural, menos hegemónico.

Sin embargo, pese al inicial entusiasmo de Obama -el presidente del mejor EEUU- que vio en Lula a su gran socio para esta tarea de integración global, no fue ésa la política central que se impuso en América Latina. A diferencia de China, que aun reivindicando aunque sea formalmente a su comunismo, estaba dispuesta a intervenir en el mundo globalizado como un líder central, en nuestro continente prendió una ideología antiglobalizadora: la de convertirnos en los resistentes al mundo tal como éste se venía conformando desde los países centrales, en pos de la búsqueda de un nuevo modelo político que confrontara con el existente.

Venezuela de Chávez, Argentina de los Kirchner, Bolivia de Evo Morales, Ecuador de Correas, Paraguay de Lugo, Nicaragua de Ortega, Honduras de Zelaya, fueron los protagonistas de esta intentona de gestar una especie de socialismo siglo XXI pero reivindicando los esquemas ideológicos previos a la caída del comunismo soviético, aceptando el liderazgo geopolítico de Brasil, pero mirando como faro de utopía a la Cuba de los Castro que pasó, de ser una isla sobreviviente, a gran referente del nuevo modelo hegemónico en América Latina.

Fue tanta la esperanza que en la izquierda mundial generó este movimiento bolivariano y populista, que la gran mayoría de los intelectuales de izquierda más prestigiosos, particularmente los europeos occidentales, se identificaron con él e incluso supusieron que por primera vez en la historia, América Latina aparecía como avanzada en la construcción de sistemas opuestos al capitalismo.

El viejo eurocentrismo, por el cual los intelectuales del tercer mundo quedaban atrapados en esquemas ideológicos producidos en los países centrales, fue remplazado por su opuesto: un latinoamericacentrismo por el cual los intelectuales de los países europeos se dejaban influenciar por modelos surgidos en América del Sur. Incluso nuevos partidos políticos europeos, como el “Podemos” español, apareció al principio casi como una sucursal del chavismo y hoy no oculta sus simpatías por el kirchnerismo. Parecía que una nueva América Latina se convertía en la depositaria de todas las utopías y sueños de revolución que el resto del mundo resignaba.

Claro que nada es gratis en la vida, y el modelo bolivariano que se impuso tampoco lo fue. Nuestros países decidieron aprovechar el valor excepcional de las materias primas -que multiplicaron varias veces sus recursos presupuestarios habituales- para consolidar regímenes fuertes en pos de una meta que para todos ellos fue considerada central: la reelección indefinida de sus caudillos presidenciales.

Lamentablemente, en vez de industrializar a sus países o de hacerlos partícipes de la globalización desde perspectivas autónomas, el costo de su enfrentamiento ideológico a la globalización mediante la gestación de regímenes nepotistas y prebendarios, fue que por América Latina cundieron un sin fin de émulos de emiratos como los de Kuwait, pero con ideología progresista.

En la Argentina eso se verificó con un despilfarro enorme de recursos que gestó (o más bien consolidó) una nueva oligarquía política que, como la porteña de principios del siglo XX, se dedicó a tirar manteca al techo pero con un relato de neto corte revolucionario, apostando al consumo y al subsidio muy por sobre la producción y la inversión, para mantener la lealtad de las masas mientras se consolidaban en lo que esperaban un poder eterno. Pero que sólo fue eterno en la Argentina y en el resto del continente, mientras las materias primas mantuvieron sus precios excepcionales.

Finalizados estos, el experimento populista se fue haciendo pedazos. Con Zelaya expulsado por la Corte Judicial, Correas apenas sobreviviendo con escasa popularidad, Lugo expulsado por el Congreso, los Kirchner derrotados en las urnas, Evo rechazado por su pueblo en sus intentos de perpetuidad, Ortega apelando al delirante método de declarar inconstitucional su Constitución para reelegirse indefinidamente como déspota vía su persona o la de su esposa. Y Brasil que, al haber dudado entre ser socio del mundo global y el populismo, cayó en una crisis política que está por llevarse puesta a Dilma y al mismo Lula.

Sólo van quedando en pie, de ese intento de una América Latina más autónoma, no los modelos populistas en ninguna de sus acepciones, sino aquellos que adoptando igualmente ideologías progresistas, practicaron su versión socialdemócrata en vez de imaginar retornos a pasados imposibles. Vale decir, Uruguay y Chile, dos socialismos que en vez de buscar la eternización en el poder, se pusieron límites a sí mismos y que no se niegan a la integración al mundo desde sus propias perspectivas y autonomías, en vez de querer enfrentarlo.

Fue una pena haber desaprovechado tamaña oportunidad que quizá no tenga otra vez América Latina y que podría haber cambiado para siempre nuestro destino de dependencia económica en caso de haber convertido las ventajas en los términos de intercambio en el ahorro con el cual dar el gran salto adelante. Sin embargo no todo está perdido. Si los nuevos gobiernos que se van imponiendo en nuestra América dejan de lado los delirios ideologistas y a la vez no retornan a los viejos esquemas neoliberales que por reacción hicieron surgir los populismos, el sueño de una América Latina autónoma integrada al mundo desde su propia identidad aún es posible, porque el mundo sigue requiriendo de nosotros.

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