Por Fernando Iglesias - Periodista - Especial para Los Andes
Supongamos por un momento que alguien presenta una grave denuncia penal contra mí y a los cuatro días aparece muerto de un balazo en la cabeza, la víspera de una reunión con importantes autoridades en la que iba a fundamentar públicamente su acusación contra mí y presentar pruebas.
Agreguemos que se comprueba que desde meses antes de esa muerte violenta he estado vigilando a la víctima, que en la semana anterior lo he insultado y denigrado, que su seguridad estaba a mi cargo y bajo mi mando quienes debían protegerlo, y que después de encontrado el cadáver he adoptado las siguientes conductas: intervención de la escena del crimen por parte de un amigo; adopción inmediata de la hipótesis exculpatoria del suicidio; adopción sucesiva de diversas teorías que culpabilizan a otros; criminalización de la víctima; sugerencias a la jueza de líneas que alejan la investigación de mi persona; emisión permanente de pistas distractivas por parte mía y de mis dependientes; condicionamientos a la fiscal por mis allegados y ausencia total de todo signo de pesar frente a los deudos y la familia. ¿Cuánto tardaría la Justicia en considerarme el principal sospechoso y llamarme a declarar?
Como cualquier cursante de Criminología 1 sabe, que si todo esto sucediera implicaría que reúno yo todos los requerimientos del posible culpable: el móvil (detener una investigación en marcha eliminando a quien la llevaba adelante); la ocasión (una fuerza de seguridad bajo mi mando que convivía con la víctima) y la actitud (animosidad contra la víctima, ocultamiento de pruebas, encubrimiento, presiones).
Las preguntas son obvias: ¿Quién es el principal sospechoso del crimen de Nisman sino el Gobierno? ¿Qué espera la Justicia para llamar a declarar a toda la cadena de mando que va desde la custodia hasta la Presidente de la Nación, comenzando por Berni?
Que el propio Nisman, como acaba de saberse, haya considerado pedir la detención de la Presidente, pone las cosas en su lugar: en una democracia, todos estamos sometidos a la Justicia: desde los ciudadanos rasos a los presidentes.
Se llama igualdad ante la ley y es lo que diferencia a una república democrática de una monarquía o una dictadura. Los jacobinos muchachos de La Cámpora deberían saberlo.
Afrontemos la inevitable objeción seis-siete-ochista: “El crimen de Nisman perjudicó al Gobierno”, utilizada incansablemente para sugerir que el asesinato del fiscal de la AMIA fue una operación de los servicios de inteligencia contra el Gobierno. Y bien, la tragedia de Nisman no perjudica al Gobierno sino a las chances electorales del Gobierno.
Del otro lado de la balanza hay excelentes razones para pensar que la muerte de Nisman beneficia al Gobierno; comenzando por el obstáculo imponente, acaso insalvable, que pone en el avance de una investigación penal cuyo éxito llevaría a la cárcel a la Presidente y al Canciller de este gobierno.
Los barrocos postmodernos de Carta Abierta podrán objetar que los documentos de esa investigación existen y que la denuncia de Nisman puede ser llevada adelante por otro fiscal, pero no es cierto.
El patrimonio de conocimientos acumulado por Nisman en una década de llevar la causa AMIA y dos años de investigar lo que denunció como encubrimiento del terrorismo por parte de la Presidente y su Canciller, sólo puede reflejarse parcialmente en documentos escritos.
Fuentes de información, roles y conexiones entre personajes y miles de otros elementos sustanciales quedaron en el cerebro del fiscal, convenientemente atravesado por una bala.
Para un Gobierno que desde hace al menos un año se ha despreocupado completamente de toda cosa que no sea garantizarse impunidad a su salida del poder (¿qué se ha hecho de los buitres y la cláusula RUFO, ya vencida, por ejemplo?), la muerte de Nisman es cualquier cosa menos una mala noticia.
Las zambullidas festivas de los muchachos del Movimiento Evita en la fuente interna de la Casa de Gobierno y los gestos eufóricos de la Presidente el día posterior al entierro del fiscal, no han sido exactamente una desmentida.
Aun dejando fuera de la cuestión a la Presidente, nada cuesta suponer que en la bufonesca corte que la rodea hay más de una persona con capacidad de dar una orden como ésa. Acaso, alguien a quien la acusación de Nisman apuntaba directamente y a quien la suerte electoral del Gobierno afecta sólo tangencialmente. Alguien para quien la relación costo-beneficio de la desaparición violenta de Nisman fue ganancia pura.
Lo que nos lleva a la siguiente cuestión: ¿es esto, aún, una democracia? ¿Puede considerarse democrático a un régimen político en el cual el costo de acusar al poder es la muerte, en el que los jueces se rehúsan a tomar las causas, la Procuradora General de la Nación administra los comunicados de los fiscales, el jefe de gabinete rompe diarios y aprieta a periodistas en sus conferencias de prensa y los fiscales intentan tomarse vacaciones para escapar del estropicio que los rodea? ¿Es democrático un sistema en el que la Presidente de la Nación no representa ni intenta representar a los cuarenta millones de argentinos sino a un núcleo cada vez más reducido de fanáticos y acólitos?
¿Es esto, aún, una democracia? No digo “democracia” en el sentido elemental de “poder y gobierno del pueblo”; en cuyo caso Hitler, Mussolini, Stalin y hasta Videla, que por mucho tiempo gozaron de consenso popular, serían gobernantes democráticos. Me refiero a la acepción moderna de democracia, que incluye los elementos republicanos.
Para enumerarlos, basta la Wikipedia: periodicidad en los cargos, publicidad de los actos de gobierno, inexistencia del secreto de Estado, responsabilidad de políticos y funcionarios, división y control entre poderes, soberanía de la ley, ejercicio de la ciudadanía, práctica del respeto y la tolerancia con las ideas opuestas, igualdad ante la ley e idoneidad como condición de acceso a los cargos públicos. Las palabras, sobran.
Más importante: ¿es democrático un régimen político en el que el partido en el poder se ha ocupado de destituir con saqueos y puebladas organizadas por ellos mismos a los únicos dos gobiernos no peronistas del último cuarto de siglo, y proclama a los cuatro vientos, por boca de sus principales dirigentes, que es el único capaz de gobernar la Argentina? ¿Existe democracia en un país en el que buena parte de los ciudadanos votan creyendo, con razón o sin ella, que la única opción frente al caos es el peronismo, y en el que el propio peronismo intenta alimentar esa creencia todos los días? Si un solo partido puede gobernar, ¿es una democracia o un régimen de partido único?
Podrán parecer cuestiones teóricas en momentos en que la violencia hace otra vez su entrada en la política por la puerta grande. Pero el problema es justamente ése: la falta de República mata. No la corrupción sino la falta de República.
La falta de República mata porque la corrupción es consecuencia de la destrucción de las agencias del Estado encargadas del control de gestión de los trenes, por ejemplo; y porque un Congreso convertido en escribanía y un Poder Ejecutivo sordo y monárquico fueron capaces de ignorar los informes de la Auditoría General de la Nación que anticipaban lo que sucedió en Once.
La falta de República mata porque la corrupción que permite y las pésimas gestiones que genera, matan. Matan de hambre chicos chaqueños en un país que produce alimentos para siete veces su población, y matan a economistas pasajeros de remises y ocho mil ciudadanos anónimos por año en un país cuyos ferrocarriles han sido devastados por el peronismo menemista, en el que sus rutas se caen a pedazos después de once años de peronismo kirchnerista y soja a U$S 500, y cuyos camioneros son instruidos en virtudes conductivas por el sindicato del peronista Moyano.
La falta de República mata porque el problema no son los servicios de inteligencia, que existen en todos los países. El problema es que once años de usarlos como arma de extorsión contra periodistas independientes, funcionarios de Justicia y políticos de la oposición, han llevado al inevitable olvido de que su función es servir a los intereses de la República y no a los de una facción.
Como tales, no son ya servicios de inteligencia sino una organización mafiosa que persigue sus propios intereses y los de sus miembros. Más o menos como el propio Gobierno.
Aun en el caso de la inverosímil hipótesis de un asesinato de Nisman orquestado por los servicios de inteligencia para perjudicarla, Cristina Fernández y sus funcionarios son los principales responsables. Es por eso, también, que la falta de República mata.
Porque no existe ya un sector del Estado que responda al interés general. Todos están al servicio del poder y de sí mismos; desde la versión naive que constituye Aerolíneas Camporistas hasta los servicios de inteligencia conscientes del poder y la impunidad que les ha dejado la Década Saqueada.
Así estamos, inermes, desamparados; huérfanos de toda república y a merced de las mafias y patotas que nos deja este cuarto de siglo de institucionalidad peronista. ¿Habremos aprendido la lección o votaremos más de lo mismo?