El cuchicheo del poeta

Casi desconocido en su propio país, Calveyra es hoy uno de los escritores más leídos, saboreados y seguidos con aura de culto. Lírico, novelista y dramaturgo entrerriano, murió a los 85 años en París, donde se instaló en los años ‘60 para repensar, desde

En voz baja, saboreaba una pregunta: “¿Qué hace que uno vuelva a unos poemas, a unos versos en un poema, a tres palabras en una carta?”. Por eso, cuando Calveyra escribió un prólogo a su amigo -también poeta- Carlos Mastronardi, necesitó repreguntar: “¿Qué es, justamente, lo que vuelve memorable los poemas a años de escritos? (...), ¿es como siempre, como casi siempre, la temperatura de dos palabras puestas a trabajar juntas hasta la incandescencia? ¿Es la suma de sentido más ritmo más tiempo?”.

Pero él, que como Juan L. había crecido cerca de un río, sabía fluir en ese enigma. “Hay un momento en que el poema se va haciendo con el cuchicheo”.

Entonces, ahora que acaba de dejar este plano (murió el jueves 8 en París), es hora de interrogarlo: ¿Cómo se escribe un poema, Calveyra?

Aprovechar que usted está en todas las notas de recordatorio de los suplementos culturales y hacerle, finalmente, esa consulta que un día no pudimos esa tarde en la que, esperando un recital de poesía, alguien nos dijo: “Ese viejito es Calveyra, maestro de poetas”.

“Poema es, ante todo, poder contemplar a través de la lengua”, desliza en uno de sus ensayos. Porque si hay algo que Calveyra hacía era escuchar ese murmullo del habla que le venía de las misas del pueblo, de las plazas, de las estaciones de colectivos.

“Recuerdo que estaba esperando un ómnibus y llovía. Un hombre que conocía poco pero respetaba mucho, Salomón -de una familia de protestantes-, me dijo: ‘Ahora cosas pocas no hay...’ Yo era sensible aún de chico a este tipo de frases. Ahí está la propensión a la literatura, de algún lado tendrá que venir, ¿no? Y vino por el entorno, por los estibadores.

Yo trabajaba durante los veranos en un galpón en Mansilla y anotaba los kilos de bolsas que se mandaban por tren. Y también anotaba todo lo que oía; era oro en polvo, tendría que haberles pagado yo por estar ahí”, consentía.

Calveyra nació en Mansilla, pueblo de Entre Ríos, en 1926. En su habitación, descubrió ese “cuchicheo” calmo que le dio la medida musical del idioma. Por eso nunca, ni en París, dejó de escribir en español. Era el sonido de la niñez entrerriana, la lengua natal a la que concebía como “una corriente de agua que está todo el tiempo vibrando y corriendo”.

Su madre pagó la publicación de su primer poemario, “Cartas para que la alegría” (1959). De él,  Mastronardi comentó en la revista Sur: “El movimiento poético que recorre este libro singular, donde Calveyra intenta un osado experimento estilístico, aparece regido por una suerte de música que viene de su infancia y a cuyo ritmo se muestra dócil”.

Calveyra estudió filosofía en La Plata y, tras conseguir una beca, partió a París a principios de los ‘60, la ciudad donde conocería a Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik, Claude Roy, Gaëtan Picon, Cristina Campo y Laure Bataillon.

Allí, en la habitación parisina, iba acumulando sus diarios poéticos, varios de ellos inéditos, donde apuntó, por ejemplo, que “escribir es otra manera bastante privilegiada de estar con uno mismo. Escribir es como estar en una cuarta dimensión, como en un halo, flotando entre la mano y el papel”.


Provincia adentro
"La poética de Calveyra desafía los géneros. Drama, narración, siempre poesía, su escritura se ensimisma en el ritmo e inventa una lengua utópica que procrea la relación adánica que mantiene con las cosas: todo lo que nombra parece nombrado por primera vez", observan Pablo Gianera y Daniel Samoilovich, en la contraportada de la poesía reunida del autor.

Pero pensemos también en su novela “Aurelia”. La trama se centra en una joven que vive en un pueblo del interior y decide de pronto no volver a levantarse de su cama. ¿Depresión? No, no está enferma ni parece afectada por desgracia alguna. Las hermanas lo aceptan con la misma resignación que encarnan su destino de solteronas tras la muerte temprana de sus padres.

Intrigados, los pobladores convienen en que se trata de un desengaño amoroso. “Mientras el tiempo fluye de manera solapada, el pueblo entero parece latir a través de la conciencia de Aurelia, quien recibe a todos desde su lecho y se entretiene en ensoñaciones o inventando epitafios para muertos reales o imaginarios. Iluminada y perfecta, La cama de Aurelia invierte el tópico del pueblo de provincias como infierno claustrofóbico. Y, en la belleza de su misterio intacto, Calveyra despliega las dotes de un escritor excepcional”.

Otro ejemplo: “El Diario del fumigador de guardia”. Arnaldo lo empieza a escribir en Ensenada, provincia de Buenos Aires, en 1951, y lo termina en París en 1983. Es la puesta lírica de una época en que el autor trabajó como fumigador de un muelle de puerto, matando ratas. “Esta canción a mitad de camino de ratas y hombres”, dirá, siempre desde un doble lugar, traspasado de lo híbrido.

Años de ningún poema

Para mí la línea tachada del verso,
arcoiris en blanco y negro de las comas,
la plaza castellana de la palabra,
solitaria plaza.

Para otros las veredas que se alargan
a medida que las veredas del cielo se despliegan,
vamos entrando en el Decanato de la Rata
y de nuestro oscuro origen
subsistirán algunos nombres
empotrados en los muros.

¿Y dónde quedó el paisaje
que la mañana vuelve sin tan siquiera un árbol?

Lo que usted está mirando
es una bandera amarilla.

Para mí la línea frágil del verso,
la alegría oscilante de la página.

Ahí empieza mi canción.

Café

Sentado a aquella mesa de café que da a la puerta y la calle que es horizonte yo soy una tardanza. Hasta tu ventana llegan los caballos que cruzan la calle y apoyan en ella una frente de hombre.

Suele llegar por las tardes un hombre con un reloj pulsera. Acaso perdido en el misterio de cualquier historia, se sienta a una mesa junto a la pared. No habla pero crea sin embargo un silencio que es prolongación del diálogo más ameno. Su pensamiento pareciera pasearse por las habitaciones de una casa abandonada. Al cabo de un momento llama al mozo y le pregunta por la hora. La confronta con la suya. ¿Acaso no está a punto de pedir algo para tomar?, el mozo así lo cree por unos instantes y se demora solícito junto a la mesa, luego sigue con sus ocupaciones más urgentes.

El sol entra aquí como en el cuarto del enfermo: desdeña los muebles oscuros y se pone a tintinear en las obras claras. Se posa en la mano abandonada como el amigo que prefiere el tacto a la palabra.

Son dos hombres y su historia es breve: uno llega con su valija, el otro se sienta a una mesa.

Hombre que espía a sus recuerdos.

Aquí tienen amistad el patio y la palabra patio. Crecieron esos sauces en voz baja. Aquí vienen unos hombres a callarse. Aquí el hombre es tardanza bienhechora.

Aquí se sienta el hombre que es tardanza. Inmóvil, durante horas sentado en los diferentes lugares de la tarde, ya en pleno infinito pareciera despertar de una espera semejante a la vida.

¡Prefiero la puerta por donde entran los lugares comunes de la gente que pasa!

El hombre de las copas se va yendo por el pasadizo. Antes de desaparecer nos mira con un desaliento de tango en las sienes, sabe que los instantes de un café son irrecuperables.

Si estas cosas se pueden contar es porque somos cuento.

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