El 16 de junio de 1955 sugiere nuevas lecciones

El 16 de junio de 1955 un grupo de aviones de la Marina bombardeó y ametralló la Casa de Gobierno y la Plaza de Mayo, donde murieron al menos 300 personas. El terrible episodio fue el resultado de un intento igualmente descabellado: asesinar al presidente de la Nación. El episodio, cuyos detalles son bien conocidos, plantea una pregunta: ¿cómo se llegó a semejante acto de barbarie?

La pregunta es pertinente, tanto por los sucesos posteriores como por las preocupaciones de hoy. En los años '70 conocimos dos tipos de violencia asociada con muertes: la de las organizaciones armadas y la del Estado clandestino. El 16 de junio de 1955 pertenece más bien al primer grupo, pues sus protagonistas se alzaban contra el gobierno y la ley. Poco después, ya en el gobierno, protagonizaron otro hecho terrible, que corresponde a la segunda familia: los fusilamientos del 9 de junio de 1956.

Esta vez hubo menos muertos pero más secuelas. El gobierno ordenó fusilar a los principales jefes militares, una acción tremenda y sin precedentes, pero encuadrada en la ley marcial decretada por un gobierno que asumió la responsabilidad. Los militares alzados no ignoraban esa posibilidad. Lo terrible y trascendente fue el fusilamiento de civiles en el basural de José León Suárez, que inauguró la historia del terrorismo clandestino de Estado.

Los enfrentamientos facciosos, los fusilamientos y los asesinatos comenzaron en los orígenes del país independiente. Aún después de 1853 hubo armas, muertos y luchas enconadas, que se prolongan hasta el levantamiento cívico militar de 1905. Pero desde 1880 el Estado avanzó con firmeza en la imposición del orden y, paralelamente, en la construcción del Estado de derecho, cerrando el espacio para el uso de las armas.

En el siglo XX la violencia se mantuvo, pero con características específicas, derivadas de la democratización política. Desde 1912 el país entró en el mundo de la democracia de masas, que se hace con palabras, dirigidas a la razón y a la pasión de un público amplio e impredecible. Desde el comienzo, las palabras fueron duras. El radicalismo descalificó como "régimen falaz y descreído" a sus adversarios, que respondieron en el mismo tono. La prensa popular y la propaganda electoral sacaron las discusiones del recoleto Congreso y las instalaron en la ciudadanía. No hubo armas, pero si muchas palabras violentas, que mantuvieron vivo el fuego faccioso.

El peronismo avanzó en este camino de la violencia verbal: la oposición fueron los “contreras”, “la antipatria” o la miserable “oligarquía”, y en momentos de exaltación Perón prometió repartir alambre de fardo para colgar a algunos de ellos. Esa violencia verbal no tuvo un correlato físico salvo casos específicos, como los incendios de 1953, que incluyeron al simbólico Jockey Club en 1953, y los de las iglesias en 1955. Tolerados y quizás organizados por la Policía, estos actos de “civiles no identificados” no evocan pasiones desmadradas sino una violencia burocrática y calculada, como la de la Mazorca rosista.

Pero el gobierno de Perón recorrió sin pausas el camino que lo llevó del autoritarismo a la dictadura. No había lugar alguno para la oposición: ni radios, ni periódicos, ni actos públicos. Hasta la representación del "tercio opositor" fue reducida al mínimo con las nuevas leyes electorales.

¿Qué puso de su parte la oposición? Hubo dos posturas, una categóricamente adversa, que replicó insulto con insulto y exceso con exceso, y otra razonable, que quiso ser constructiva. Pero la marcha oficial hacia el unanimismo fue implacable. La oposición razonable fue rechazada y el terreno quedó abierto para los exaltados, que en 1953 pusieron bombas en una concentración masiva en la Plaza de Mayo. Luego de la reforma constitucional de 1952 cundió la desesperación: el gobierno de Perón no terminaría nunca, a menos que lo echaran. En ese contexto fue concebido el levantamiento de junio de 1955 y el acto bárbaro y desesperado de los aviadores navales.

Sorprendentemente, la reacción de Perón fue templada: no fusiló a nadie, proclamó la conciliación y tendió la mano a la oposición, que pudo expresarse públicamente, con dureza y serenidad. Pero sorpresivamente Perón cambió de ánimo, y el 31 de agosto lanzó la célebre fase del “cinco por uno”. ¿Pensaba actuar en ese sentido?  Probablemente no, pero sus adversarios tomaron en serio las palabras. (N. de la R: Perón fue derrocado el 16 de setiembre de 1955). Como en 1890, un nuevo alzamiento, militar y cívico, logró convencerlo de que entregara el poder sin lucha.

Hoy es común lamentarse por la impaciencia opositora: bastaba esperar hasta 1958 para que hubiera una nueva vuelta electoral. No lo creían los opositores acorralados. La cultura política de la época incluía el recurso al golpe militar para definir situaciones políticas. Perón nació de uno de esos golpes en 1943. Esta vez fueron sus opositores, militares y civiles, quienes golpearon.

Lo nefasto vino después del golpe. Luego del intento conciliador de Lonardi, se impuso la opción dura y revanchista. Es cierto que tenían agravios, y también la ilusión, que hoy nos parece asombrosa, de que se podía “desperonizar” a los argentinos. Pero lo cierto es que dejaron pasar una ocasión para salir de la tradición facciosa, que ya parecía un fatum.

Después de 1955 fuimos descubriendo, drama tras drama, que la violencia es una espiral que se acelera a sí misma, y que las palabras pueden llevar, casi sin solución de continuidad, a los hechos. Eso ocurrió en los setenta. Eso nos preocupa hoy ante la escalada de la violencia verbal, todavía centrada en aquellos hechos.

¿Quién puede pararla? Todos, pero sobre todo el vencedor de la hora, que está en condiciones de tender la mano generosa y convocar a la conciliación, o al menos a la tregua. Para eso debe dejar de discutirse quién tuvo la culpa, como hacen los chicos cuando alegan "él la empezó". A esta altura, todos la hemos empezado en algún momento y es la hora de parar la pelota.

Esto requiere "animus conciliandi", voluntad y sentimiento. Pero estos suelen flaquear. Solo se puede salir del atolladero ciñéndose a los acuerdos políticos básicos, es decir a la ley, siempre que no hagamos también de ella un uso faccioso, convirtiéndola en la ley del vencedor.

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