Derechos Humanos: ¿principio inviolable o instrumento para la revolución?

La tradición de los Derechos Humanos no pertenece a la izquierda socialista del siglo XIX -que nunca los consideró otra cosa que apariencias formales del aparato de dominación burgués- sino a las revoluciones liberales anglosajonas, que por primera vez en

Pocos conceptos menos comprendidos y más bastardeados que el de Derechos Humanos. Para la mayoría de los argentinos el término alude a los derechos violados por la Dictadura genocida y a las organizaciones que nacieron de su reivindicación. Algunos se atreven más allá y se remontan a la Declaración Universal de los Derechos Humanos que las Naciones Unidas sancionaron en 1948, poco después de los horrendos crímenes cometidos en nombre de la soberanía nacional y la lucha de los estados por el predominio internacional. Los más valientes se aventuran hasta la Declaración de Virginia (1776), que estableció que “todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes” y poseen derechos de los que no pueden ser despojados, como “el goce de la vida y la libertad, los medios para adquirir y poseer propiedad y perseguir y obtener felicidad y seguridad”. Declaración a la que pocos años después siguió la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa (1789), según la cual “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos” y “la finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre... la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”.

Sin embargo, cuando se analizan los valores defendidos por las Madres de Plaza de Mayo en su época de gloria y dignidad, se encuentran los principios proclamados antes que en Francia durante la Glorious Revolution inglesa (1689); el célebre Bill of Rights que prohibía al Rey suspender las leyes y su aplicación, erigir tribunales, cobrar tributos y organizar ejércitos sin consentimiento del Parlamento, celebrar procesos arbitrarios, aplicar castigos crueles; al mismo tiempo que proclamaba el derecho de los súbditos a presentarle peticiones y a elegir representantes al Parlamento, protegiendo “las leyes y libertades de este Reino”.

Ya están allí embrionariamente la prohibición de la tortura, el estado de derecho, la existencia de derechos del acusado, la división de poderes, las libertades de asociación y expresión, y la defensa de la vida y la libertad frente a los abusos del poder estatal. A los que se añadirían, un siglo más tarde, el Bill of Rights americano, que incorporó “la libertad de palabra e imprenta, el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y pedir al gobierno la reparación de agravios”, la ilegalidad de las "pesquisas y aprehensiones arbitrarias”, y la prohibición de la privación “de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal”.

Sin saberlo ni proponérselo, las organizaciones de Derechos Humanos argentinas fueron lo más liberal que existió en este país desde la Constitución de Alberdi, ya que la tradición de los Derechos Humanos no pertenece a la Izquierda socialista del siglo XIX -que nunca los consideró otra cosa que apariencias formales del aparato de dominación burgués- sino a las revoluciones liberales anglosajonas, que por primera vez en la Historia los consideraron fuente de toda legitimidad política y marco inviolable de la potestad estatal. Por si existieran dudas al respecto, basta enumerar la serie de dictaduras muchas veces genocidas y otras veces meras violadoras sistemáticas de los Derechos Humanos que fueron instauradas en nombre de la Izquierda; una vasta lista de aberraciones históricas que arranca con el estalinismo, pasa por las masacres cometidas por las revoluciones china y camboyana, y se prolonga en nuestro continente con la dictadura castrista y su servil dependiente: el chavismo bolivariano.

Cuando la presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, Victoria Donda, una hija de desaparecidos, se niega a recibir a las víctimas de Milagro Sala o calla sobre los más de cien muertos que en un año se cargó Maduro, no hace más que evidenciar nuevamente que para esa Izquierda, ampliamente mayoritaria en nuestro país, los Derechos Humanos siguen siendo meros instrumentos de la lucha política, por lo que pueden ser reivindicados estentóreamente un día y abandonados en el desván al día siguiente, o violados sistemáticamente en el caso de que un grupo revolucionario se haga con el poder.

Una idea que hoy le parece inicua a la mayoría de los argentinos pero que formaba parte del sentido común en los Setenta, cuando organizaciones terroristas que se reclamaban de Izquierda denunciaban a la Democracia y los Derechos Humanos como despreciables formalidades, y -en el caso de Montoneros- apoyaban públicamente el Golpe porque iba a despojar a la burguesía de su máscara democrática y hacer más evidentes las verdaderas contradicciones; no ya “Democracia o Dictadura” sino “Dictadura burguesa o Dictadura revolucionaria”. Aunque muchos pretenden ignorarlo, los Derechos Humanos no fueron siquiera respetados al interno de las organizaciones terroristas, que no solo asesinaban y torturaban a sus enemigos sino que fusilaban a sus propios miembros cuando creían que habían cometido algún tipo de traición. Sólo se volvieron importantes -transitoriamente, tácticamente- en la hora de su derrota a manos de un aparato represor provisto del Estado y sus armas como medio de liquidación.

Escribo todo esto hoy, vienes 11 de agosto de 2017, de mañana, mientras se prepara una marcha para pedir la aparición con vida de Santiago Maldonado, el joven desaparecido hace diez días. Desde luego, la marcha es legítima porque cualquier acción realizada para asegurar la protección de una vida humana es poca. Lo que no está bien es que se invoque con ligereza la figura del detenido-desaparecido en este caso, ya que han sido las mismas organizaciones de Derechos Humanos las que han insistido en que ese término solo es aplicable cuando existe un plan sistemático de desaparición forzada promovido desde el Estado. La desaparición de Maldonado no cumple siquiera definiciones más laxas, como las de los tratados internacionales que forman parte de nuestra Constitución. Por ejemplo, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, que señala que para considerarlas tales es necesaria “la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado”.

Ahora bien, ninguna de esas condiciones es invocable en el caso, ya que no existe evidencia de que Maldonado haya sido detenido por la Gendarmería, ni testigos que hayan denunciado ese hecho ante un juzgado; además de que el Ministerio de Seguridad ha investigado de todas maneras a esa fuerza, allanando cuarteles y secuestrando los elementos que pudieran evidenciar el paso de Maldonado por alguno de ellos. Para no hablar de la oposición de la comunidad mapuche a que las fuerzas de seguridad rastreen en las tierras sobre las que se han asentado, o de la foto publicada en las redes en las que supuestamente un oficial tomaba por el cuello y desde atrás a Maldonado, que correspondía a un episodio ocurrido en Chile hace años.

Lo que no está bien, tampoco, es seguir usando el bloqueo de rutas como método político, ni hacer la vista gorda frente al grupo Resistencia Ancestral Mapuche, que legitima la violencia como método de acción política; una idea infausta que ensangrentó a nuestro país. Lo que no está bien es violar la veda electoral con una marcha de claras connotaciones partidarias. Porque no es cierto que se trate de una manifestación abierta a todos los que reclaman por Maldonado. Yo, por ejemplo, no podría ir aunque lo deseara. Y no lo digo de manera teórica sino bien concreta. Asistí a mi primera marcha de Derechos Humanos en 1981, y éramos muy pocos; muchos menos de los que hoy boquean sin haber puesto nunca el cuerpo. Y la última fue en el año 2006, cuando concurrí a Plaza de Mayo a exigir la aparición con vida de Julio López y en lugar de una movilización de reclamo al gobierno kirchnerista me encontré en medio de una manifestación de apoyo al gobierno kirchnerista, de la que tuve que retirarme escupido e insultado.

Derechos Humanos como valor universal e inalienable, como principio sagrado e irrenunciable, como primer fundamento de toda comunidad democrática, sin distinciones de Derecha e Izquierda; o Derechos Humanos como instrumento táctico de una supuesta revolución; esa es la cuestión. Esa fue la cuestión en los Setenta y lo sigue siendo a casi cuatro décadas del inicio de la década más dramática y violenta de la dramática y violenta Historia nacional.

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