Cuando me sueño

Al acostarme, en la aletargada somnolencia que precede al sueño, me invento historias. Luego entro a esa confusa telaraña de brillante oscuridad, donde la historia  ya no depende de mí, yo dependo de ella.

Y en el lagañoso despertar trato fatigosamente de recordar la historia, si fue fantástica o atada a una presumible realidad. Aunque eso después de todo no tiene mayor importancia, porque la recuerdo del modo que a mi me gusta imaginarme las historias. Una lenta película donde las imágenes se montan en fragmentos torpemente revueltos, como si un loco montajista hubiese tirado al aire los trozos de celuloide y luego los uniera por orden de caída.

Lo cuento porque esta mañana, el desnudo despertar me sorprendió con una dulce y agradable evocación en el paladar de una humeante taza de cacao con leche, y tostadas de pan con manteca  espolvoreadas de azúcar.

Y en la fatiga somnolienta de los recuerdos, deliciosamente Delia, la casera que nos agasajaba de ese modo cuando, al caer la tarde, volvíamos del colegio con mi hermana, muertos de frío.

Enseguida el barrio de mi niñez, las numerosas casas todas iguales en su aspecto, distintas en sus circunstancias. Casas de techos altos y baldosas frías, el largo pasillo que distribuía las habitaciones, el enorme patio donde cabían los huertos, los jardines, las aves, los pájaros, los perros.

Aquel barrio partido en dos por un amplio boulevard que lo atravesaba de lado a lado, y la perfecta cuadrícula de las calles. La plaza, la escuela, la iglesia. Pero siempre los baldíos, nuestro lugar en el mundo. Allí nos juntábamos a practicar los primitivos juegos de la época: las bolitas, los trompos, los barriletes artesanales de mano propia.

Aún mas recordables los partidos de fútbol en las improvisadas canchitas de tierra. Nosotros los buenos de este lado, contra los otros, la patota del rubicundo energúmeno Tadeo. Siempre nos ganaban. Y cuando perdían nos mataban a trompadas.

Pero sobretodo Elena, la vecinita de enfrente. En las sofocantes noches de verano los habitantes del barrio salían a tomar fresco en la vereda. Era el momento que esperábamos para zambullirnos en el interior de su casa o de la mía, y amparados en la oscuridad nos escondíamos lejos de la mirada de los mayores y jugábamos a aquel juego que tanto nos incitaba. Era como adentrarnos en la puerta estrecha que conduce al único paraíso real, capaz de competir con todos los paraísos virtuales creados por el hombre.

Entonces la historia que me cuento, una desmesura que muerde y deja marcas, el barrio de mi niñez, tantas casas, tantas calles, tanta tierra, el tibio cuerpo de Elena. Todo  ese mundo capturado por el paladar, flotando cómplice en una taza humeante de cacao con leche, o posado sobre una tostada de pan con manteca espolvoreada de azúcar.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA